Thursday, September 01, 2005

Puta

La primera vez que estuve en Nueva York tuve una revelación. Si tuviera veinte años, diría “una epifanía”. Desafortunadamente no tengo veinte años. Los aparento, pero no los tengo. En fin, el caso es que Nueva York fue “como un orgasmo”, escribí en un cuaderno de tapas negras que me regaló mi amigo JA. “La combinación de juventud y cursilería debería estar prohibida”, es lo que escribiría hoy. Considero que la ley es muy, pero que muy generosa con un montón de actitudes éticas y estéticas que, a mi juicio –y al de cualquier persona con un mínimo de criterio–, deberían de estar penadas con unas horitas en el útero de la Doncella de Hierro.

La ordinariez, por ejemplo. Y la obesidad. Y la modernez. Y si las tres cosas van de la mano, el útero de la Doncella de Hierro me parece poco. El patíbulo me parece una opción mucho más acertada. Es más, la única.

Recuerdo que cuando estuve en Nueva York, mi hermano –que también ha sido siempre carne de modernez– propuso ir a un concierto de Arto Lindsay en el Bowery. En los años 20, el Bowery era el barrio donde se reunía la hez de la sociedad, lo más tirado de lo más tirado: borrachos irrecuperables vestidos con harapos enganchados a la botella. En los 90, se había transformado en un barrio, mmmm, digamos pintoresco. Los antiguos edificios industriales, emplastados de hollín, se habían transformado en viviendas más o menos habitables –menos, en realidad– llenos de gente no menos pintoresca, o sea, la hez de la sociedad contemporánea: los artistas.

El caso es que allí nos dirigimos mi hermano, mi otro hermano, su mujer y yo. Habíamos quedado con un ser de apariencia vagamente humana –desgarbada es una palabra que queda muy bien en una novela de Agatha Christie, pero en el siglo XXI queda un pelín anacrónica; digamos que aquella chica tenía un montón de puntos en común con un galápago–, que a su vez era amiga de una de las componentes de Buffalo Daughter, uno de mis grupos favoritos por aquella época (ya he dicho que era insultantemente joven; en los 90 aún creía que la música pop y el cine estaban remotamente emparentadas con el arte, hoy ni siquiera me atrevería a calificarlas como artesanía). La mujer-tortuga nos condujo por un damero de callejuelas infectas y tenebrosas, tapizadas de borrachos, a la sala de conciertos (bonito eufemismo para describir un garaje pintado de purpurina, con cortinones de terciopelo rojo), donde nos esperaba Arto Lindsay, un dj y una mesa de mezclas.

Mi hermano A., su mujer y yo nos quedamos de una pieza. Esperábamos una velada super cool, un poco en la línea de Hipercivilizado, el disco de remezclas que había hecho un par de años antes, y nos encontramos con un anoréxico lánguido dando berridos mientras el dj machacaba discos a su espalda. Literalmente. Una estampa agresivamente moderna. Demasiado, para mi gusto.

Cuando la realidad me decepciona –o sea, en cuanto pongo un pie en la calle–, siempre recurro al mismo método: me emborracho hasta caer redondo, a la espera de que la amnesia lime asperezas (“la realidad debería estar prohibida” es algo más que una frase afortunada en una película desafortunada; “la realidad debería estar prohibida” es algo así como un mantra). Dicho y hecho: me tomé mi cerveza –sí, mucho Arto Lindsay, mucho Ryuichi Sakamoto y mucha modernidad, pero a la hora de la verdad resulta que actúas en un tugurio por ocho dólares con derecho a una consumición, Artie, querido– a la velocidad del rayo. Y quería una segunda. Y la quería ya.

–Pídeme una cerveza –le grité a mi hermano, intentando hacerme oír por encima de los alaridos de aquel mamarracho.

Yo estaba sentado en una silla de enea, encajonado entre un señor con calcetines de fantasía –de muuuuucha fantasía– y un tapón de alberca, gorda como un truño, con un look abominable, que se volvió hecha una hidra y, poniéndose el dedo índice sobre sus labios (inexistentes; era del género tajo en la cara), me mandó callar. Me puse frenético.

Me tomé la segunda cerveza y una tercera, y cuando pedía una cuarta (vía mi hermano, ya que no podía levantarme para escapar de aquella pesadilla), la enana ordinaria, moderna hasta decir basta, se puso a hacer “Chssssssssst” como una loca.

Si hay algo que me saque de mis casillas, además de las mechas, es la gente que hace “Chsssssssst”. Dime “Cállate”, o “Be quiet”, o “Tais-toi”, o dame un puñetazo en la boca y rómpeme los dientes; lo que quieras. Pero, por el amor de Dios, no me mandes callar de esa manera tan ordinaria. Es que, sencillamente, no puedo.

Y encima… Encima ese look, ese vestidito aberrante, ese corte de pelo, esa piel, esas lorzas… La realidad debería estar prohibida, sí. Y la mamarrachez.

En fin, el caso es que aquella tortura duró ¡dos horas! Dos horas sin poder beber (si pedía otra cerveza, me arriesgaba a que el tapón de alberca vestido por su peor enemigo me sacase los ojos con alguno de los aigrettes que algún peluquero adicto a los psicotrópicos había distribuido generosamente por su melena ratonera), dos horas aguantando la mirada inquisitiva de aquella perturbada y los calcetines de fantasía de un hombre que había superado, ampliamente, la edad en que la fantasía de cualquier género deja de ser una cualidad entrañable para convertirse en un embarazoso testimonio de vehemente infantilismo, dos horas aguantando los “chsssssst” de esa perra modernuqui cada vez que la mujer de mi hermano y yo intercambiábamos una mirada de espanto. Un horror.

Y, claro, al final ya no pude aguantar más y estallé. Me levanté, puse los brazos en jarras y, dándole la espalda a Arto Lindsay, acerqué mi cara a la de esa tía ordinaria con las intenciones más aviesas. Abrí la boca y, envuelta en una tufarada alcohólica –la cerveza es, con diferencia, la bebida más escandalosa de todas–, escupí una sola palabra:

–Puta.

Y se acabó el concierto.

Se encendieron las luces y el tapón de alberca y sus aigrettes desaparecieron, dejando un reguero de azufre a su paso. Libre al fin, me dirigí a la barra y pedí, con mi boquita, mi enésima cerveza.

–¿Cómo es? ¿Cómo es? –me preguntó mi hermano, con la misma expresión que Jennifer Jones en La canción de Bernardette.

–¿Quién?

–¡Björk!

4 Comments:

Blogger Vipère de Gabon said...

Querido, no puedo resistirme a inaugurar esta Nueva Gran Página llamada a poner los puntos sobre las íes, que es lo que está pidiendo a gritos esta sociedad a un paso del estallido. (Defiendo al lado de Doña Leo que el Armagedón está a la vuelta de la esquina y que más nos valdría a todos y todas -como dice la caterva de analfabetos con la que me cruzo cada día- ir aprendiendo esperanto).

También yo he abierto un álbum de recuerdos con fotos de Toda Mi Carrera -de mi carrerón, podría añadir- en el que hay un momento que se titula como el título de tu entrada de hoy. Pero lo mío es mucho más simple.

Eran también los 90 (1992, creo), tenía 20 también 20 años y me disponía a acudir al cine una sofocante tarde de verano en una ciudad de provincias que no se merecería gente tan rancia.

La taquillera podría haber ilustrado toda una serie de fotografias de Cindy Sherman. Es decir, puntos negros en la cara como para inventar una nueva ciencia, entre la astronomía y la ingeniería que experimenta con nuevos materiales.

45 años. El pelo, en este caso, no era el típico mechado, sino poivre-et-sel. Masticaba chicle como si le pagaran por ello. Y tenía entre las manos una novela de Bianca, Jazmín o Harmonia: "El amante bimillonario".

- ¿Me puede dar una entrada para...
- Está cerrado. Abrimos a las cuatro.

-¿Y la película, ¿a qué hora empieza?
- A las cuatro.
-Son las 15h50.
-Pues eso, que todavía no hemos abierto. Puedes esperar allí enfrente.

El único que va al cine un día de verano a esas horas soy yo, claro.

Esperé mis diez minutos y cuando la señora lo tuvo a bien enarcó una ceja, me hizo "Schist" y me dijo que acababan de abrir.

- ¿Para qué película te doy la entrada?
-Para "El niño que gritó, PUTA".

Y me quedé tan a gusto.

5:59 AM  
Blogger Madame X. said...

¿Quiénes son estos? ¿Satellite TV Utah? No, Satellite TV Putah (es una televisión local de Murcia, con la boca muy abierta).

6:58 AM  
Blogger Manuel said...

Hola y gracias por la invitación, Tacón Amargo. Me agrada tener de interlocutor a alguien más o menos de mi edad, que yo con los bebés no creas que me comunico muy bien, por muy killer que sean.
Por otro lado, los mensajes de spam que te llegaron se solucionan en opción de comments, en la plantilla del blog, poniéndole un filtro que ahí te ofrece.
Buena suerte con los modernos!

8:12 AM  
Blogger Madame X. said...

No hay de qué, Manuel. Respecto al spam (o como quiera que se llame)… Le diré: no sé montar un mueble de Ikea, de modo que de lo de filtrar comentarios anónimos ni le cuento. Desventajas de ser pretecnológico total. O sea, un zote.

8:29 AM  

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