Sunday, October 20, 2013

Bobo (y medio)



Pobre, pobre, pobre hombre (naturalmente, no hablo de mí mismo; me prohibí la autocompasión hace mucho tiempo: la reservo sólo para quien no se la merece). Pero al final, incluso los hombres más pobres, los paupérrimos, se levantan de sus cenizas y, rebozados en su propio fango, son capaces de pedirte algo de suelto para comer (caviar). Y uno, como es bobo de cuerpo y de alma, se lo da. Y con una sonrisa.  

Friday, October 18, 2013

Mi propio funeral: un fandango místico


Me imagino que en el momento en que quemen mi cuerpo, si es que no acabo en una fosa común, las llamas arreciarán como movidas por el viento. Crecerán y crecerán como un incendio (intencionado) en los montes de Galicia. Es lo que tiene haberse alimentado prácticamente de ginebra en todas sus manifestaciones, de las más abyectas a las más sublimes, durante años. Años, sí. Y no es que me considere alcohólico, bien lo sabe Dios —uno jamás se considera a sí mismo alcohólico, se lo suelen considerar los demás—, sino que creo que sería una buena versión, contemporánea y delgada, de La Pucelle ardiendo en una pira funeraria, como una tea, como los primeros cristianos iluminando con sus cuerpos, en sentido literal, uno de los festines de Heliogábalo que acababan en una orgía interminable, con su guardia de corps y su caballo sepultados bajo una lluvia de pétalos.

Adoro a Juana de Arco, esa lesbiana closeteada a la que el arcángel San Miguel hablaba por un oído —no sé si el izquierdo o el derecho—, mandándole mensajes tan tranquilizadores como: “¡Extermínalos a todos!”. Es curioso cómo Dios, a lo largo de la historia, ha sido tan partidario del exterminio. Qué siglo XX, ¿verdad? Yo me pregunto a veces, sólo a veces, si Dios no será un poquito nazi. Me imagino que la gloria (que en su día era un bar marica de Madrid de lo más divino donde ibas, dejabas la cajetilla de tabaco sobre la barra, te la cogía el camarero un poco así, como quien no quiere la cosa, y te la devolvía con un regalo de lo más estimulante) debe estar decorada con una bonita escenografía llena de motivos celtas, básicamente esvásticas y triquetas, como una producción de Cecil B. de Mille. Y allí, en medio de alguna desbocada escena sicalíptica atrezada por Paul Morris, La Pucelle estaría en su salsa, bailando un charlestón epiléptico de contorsiones marianas. Algo sublime y abyecto. Algo que, en el fondo, me encantaría protagonizar a mí.

Juana de Arco, quemada viva, chamuscada, torturada y campurriana, ha sido siempre una de mis santas de cabecera. Mi iconostasio está lleno de santas; de santas y de santos, pero sobre todo de santas: ellas, mujeres sublimes que encuentran en la abyección su particular camino de perfección, chupando llagas purulentas, lamiendo heridas putrefactas, disfrutando cada una de sus laceraciones con un hedonismo absolutamente terrenal. Chicas como la Doncella de Orleans, pero también como Santa Margarita María de Alacoque y toda esa cohorte de místicas que me fascinan y que —imagino— me velarán en mi funeral.

Es fácil —al menos, para mí lo ha sido siempre— fantasear con la propia muerte. Tiene algo de morboso, claro, pero también resulta vagamente erótico. El erotismo va de la mano de la muerte, pero no como una manera de escapar de ella, como creía Freud, sino todo lo contrario: de abrazarla hasta ensartarte en esa espada flamígera que enarbolan algunos arcángeles mientras te condenan al infierno. Benditos sean.

Tuesday, August 20, 2013

Orígenes


Las ciudades que se extienden o que, literalmente, se desparraman o, si nos ponemos poéticos —en plan capellán castrense en plena posguerra—, dormitan a los pies de un castillo son un lugar común en la literatura española; no diré que el peor cliché —el peor cliché es la autocompasión—, pero casi. Y sin embargo, no me queda más remedio que empezar por ahí: por la ciudad que se extiende (o se desparrama o dormita) a los pies de un castillo medieval reconstruido en los años 70 con vocación de Parador. Debajo del cerro, está la ciudad dormida, en estado comatoso; un racimo de casas, algunos bloques y una catedral bastante airosa, todo sea dicho, en medio de un panorama bastante árido de lomas y olivares. La ciudad, la provincia entera, huele a alpechín, aunque si has nacido allí —como es mi caso— no te das cuenta hasta que regresas.
Hay algo terrible en esas ciudades de provincias que duermen. Algo tiránico. Imponen un ritmo tan pausado que obligan a sus habitantes a ceder al sueño y, sin darse cuenta —o, lo que es peor, dándose cuenta—, acaban por convertirse en orgullosos zombies provincianos, personajes en dos dimensiones que se expresan como secundarios en una farsa. Una cosa atroz y, desde luego, nada literaria.
Aunque sé que no hay nada más atroz, ni más español, que la actitud cainita, esa cosa de “me duele España”, tan Unamuno y, al mismo tiempo, tan El País —que es el ABC del siglo XXI—, tengo que admitir que mi relación con mi ciudad de origen es un poco así: la Ciudad Funeraria me duele en el alma y, al mismo tiempo, si algo soy, es un producto prototípico de este escenario (prototípico, entiéndase, hasta la parodia): el terruño, esos terrones arcillosos como la tierra roja de Tara, me marcó. Soy una mezcla de pastira y flapper, a medio camino entre el triple moño y el bob.
A todo esto, dejé a la ciudad dormida. Bueno, no vamos a despertarla —no podría hacerlo ni con un megáfono—, vamos a limitarnos a volver junto al féretro y contemplar de cerca su perfil ceniciento. Como Juana la Loca, interpretada por Conchita Bautista, no por la sinsorga de Pilar López de Ayala (pobrecita, bastante tiene con lo que tiene esta chica…), podría decir eso “no está muerta, está dormida”, aunque la verdad es que, cuando vives allí, día tras día, año tras año, la sensación que termina por apoderarse de ti es justamente la opuesta: “Mírala, parece que está dormida, ¿verdad? Pues no, para nada: está muerta, más tiesa que la mojama”.
Pobrecita Ciudad Funeraria, qué ingratos somos los lugareños, qué poco la queremos… y qué poco nos quiere ella a nosotros. Parece la historia de un matrimonio, pero no contada por Harold Nicolson, sino por la pinche de cocina. En cierto modo, esa es la historia de mi vida: siempre quise ser —y, sobre todo, escribir— como Vita Sackville-West, pero cuando tu prosa y tu visión son como las de Ruby hay poco que hacer, mas que una mansa resignación cristiana. El cristianismo enseña, entre otras muchas cosas, esa: la de inclinarse para besar, con sumisión devota, el Santo Rostro de la cruel verdad: tu propia medianía. Las limitaciones imponen su propio escenario, como la Ciudad Funeraria. 

Monday, August 19, 2013

Desahogo


Ahora, cuando está a punto de empezar septiembre y cuando empiezo el número de octubre, cuando siento que, de alguna manera, he sobrevivido al infierno, a la ordalía del número de septiembre, supongo que ha llegado el momento de resetear, de empezar de cero, de comenzar de nuevo, aunque sea desde el mismo punto en el que estaba el año pasado y, hasta cierto punto, del mismo punto en el que me encuentro cada septiembre desde hace años: el 21 cumplo años y quiero cambiar. Cambiar. Enfrentarme a un nuevo panorama (desde la misma ventana) o ingresar en una nueva celda (en la misma prisión), lo que sea, más de lo mismo…  pero distinto. Empiezo a sentirme como uno de esos ratones de laboratorio que dan vueltas y vueltas en su minúscula noria, dentro de la jaula, sin ver más allá de los mismos barrotes y el serrín manchado de orines y mierda. No quiero darme por vencido porque sé que eso es, en el fondo, más de lo mismo: autocompasión de la peor especie. Tampoco quiero perder la esperanza, porque por el momento, en mi situación actual, es lo único que me mantiene en pie y me ayuda a continuar dando vueltas en la rueda. Pero, por el amor de Dios, lo único que quiero —rezo, rezo y rezo— es que algo cambie, que mi vida cambie, que mi situación cambie, que suene el teléfono o entre un mail en la bandeja de Recibidos (sí, lo sé: suena tan patético como un cuento de Dorothy Parker), y se abra un resquicio en mi futuro; no pretendo que la puerta se abra de par en par, me conformo con que esté entornada, con que deje pasar un poco de luz y de aire. 

Por otro lado, ¿de qué me quejo? Si hace cuatro años, hace tres o dos, me hubiesen dicho: vas a ser esto, vas a trabajar ahí, vas a entrevistar a esta chica, vas a vivir en una casa con jardín, vas a tener lo que siempre quisiste, hubiese cerrado los ojos y sonreído, imaginando un futuro mejor, un futuro muy parecido a ESTO, o sea, a mi infierno actual. Y así estamos, de nuevo: otra vez en el punto de partida, a finales de agosto, contemplando el futuro con la misma angustia que sentía hace 20 años, en la Ciudad Funeraria, con la carrera recién terminada, sin trabajo, sin futuro, sin nada que ganar (ni nada que perder). Paralizado de miedo y de angustia, sintiendo la misma autocompasión —lamentable, lamentable, lamentable— que entonces, escribiendo las mismas palabras estériles, lanzando el mismo SOS al infinito de un futuro teñido con los peores colores del más cursi de los sentimientos (y el más falso, también). 

Tendré que guardarme todos estos balbuceos para mí mismo. Guardarlos a cal y canto para que nadie pueda ver lo ruin, lo estúpido, lo frívolo, lo inconsecuente que puedo llegar a ser, "pelmazo, embarazoso y cacaseno" —que es una palabra que no había oído, creo yo, en toda mi vida hasta hoy—; pues sí, las tres cosas, las siete. Pero no gano nada fustigándome. También eso, el desprecio por uno mismo, no es más que un resabio adolescente. Llevo… ¿cuántos años? ¿20, 22, 23? ¿Desde los doce o los trece?… escribiendo, escribiendo sin parar, tratando de explicarme a mí mismo qué es lo que me pasa, qué me induce a seguir aquí, si hay salida (o no), si existe un camino que pueda tomar, algún rumbo; y mírame: aquí, en el exilio, con 40 años, supuestamente he llegado a un desenlace, a un final feliz —porque supongo que lo es—, y me siendo otra vez como la Jurado, en el punto de partida. Es una sensación tan humillante, tan boba, tan estéril; eso sí, reconozco que algo he ganado en todos estos años: un montón de lecturas maravillosas, descubrimientos felices, encuentros, fogonazos, paisajes y personas. He querido, sigo queriendo y quiero muchísimo. 

No sé de qué me quejo.

Monday, June 08, 2009

Terror

...al vacío. Pensé que lo había perdido todo. Y aún no sé ni siquiera cómo coño he logrado rescatarlo de las garras del olvido. Ay, por Dios...

Wednesday, August 30, 2006

Fracaso

Cuando uno hurga en su memoria, inmediatamente piensa en una araña. Como una arañita, tendí mis hilos hacia el pasado en busca de breves iluminaciones. Pero creo que, en conjunto, fallé por un motivo: como decía Bette Davis, el atrás no existe. El pasado tampoco.

“No dejes que tus ojos conozcan lo prohibido” es una de las frases favoritas de mi madre (me temo que con conocimiento de causa). A Tiresias, sin ir más lejos, los dioses le castigaron con un cambio de sexo por haber visto dos serpientes apareándose (otras versiones sostienen que sorprendió a Atenea en plena toilette, pero me temo que la visión de dos víboras en pleno coito debe ser casi tan fuerte como la de tus padres encargando un hermanito). A mí, simplemente me cambiaron de sexo; lo prohibido tuve que averiguarlo por mi cuenta. Nunca me arrepentiré lo bastante. Sobre todo porque lo prohibido no era para tanto.

A lo largo de un año he querido revivir mi propio cadáver. Error. Pero, bueno, nunca es tarde para darse cuenta de que uno está equivocado. Lo mismo que no basta con beber como Truman Capote para escribir como Truman Capote, no basta con hacer memoria y atiborrarse de bollería fina para escribir como la tiíta Prou. Y eso que, lo sé, a veces mis frases se estancan en meandros como cayucos atiborrados de nigerianos famélicos (para muestra un botón, sí). En fin, qué se le va a hacer…

Un último recuerdo: ayer, tras una comida abominable, me acordé de lo que me dijo mi hermana C., tras un fin de semana también bastante execrable: “Mantente alejado de las ocarinas, a menudo esconden cerbatanas…” Qué razón llevaba, la tía puta. Qué sabia.

Adiós.

Pudor

El pudor, como la historia de la religión (la católica, básicamente, ya que no vivo en Timor), debería ser una asignatura obligatoria en los planes de estudio. La falta de pudor es la culpable de… En fin, la falta de pudor es la culpable prácticamente de todos los males que veo a mi alrededor. Con un poco más de decoro, el mundo sería un lugar mucho más agradable.

En mi caso, la falta de pudor me ha llevado, en la mayor parte de las ocasiones, a hacer el ridículo. Y algo peor: a serlo. Ejemplos: mi primer día de colegio, mi primer polvo, mi primer despido, mi primer divorcio… Todos esos son recuerdos dolorosos, pero no por culpa de los demás, sino por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Y por mi estupidez, claro. Y por mi falta de decoro. Sobre todo, por eso.

Thursday, August 24, 2006

Sinsuelo

No tengo suelo en casa. En el dormitorio, las vigas están al aire como el esqueleto de un antílope. Hace un año me compré mi apartamento, pensando que algo que había durado más de 150 años tenía cierta voluntad de permanencia. Estaba equivocado. Como decía Leo Macías en La flor…: “El mundo entero puede cambiar de la noche a la mañana”. Yo, sin impostar tanto la voz como Marisa Paredes (con peluca) / Eusebio Poncela (sin ella), puedo ratificarlo. El mundo a mí, como me da un poco igual —total, ya estaba hecho unos zorros—; pero el suelo de mi casa… Ah, no, ésa es otra historia. Una historia que, desde el pasado martes, conozco demasiado bien.

No tengo suelo. No tengo casa. Ningún recuerdo es comparable a esto.