Orígenes
Las ciudades que se extienden o que,
literalmente, se desparraman o, si nos ponemos poéticos —en plan capellán
castrense en plena posguerra—, dormitan a los pies de un castillo son un lugar
común en la literatura española; no diré que el peor cliché —el peor cliché es
la autocompasión—, pero casi. Y sin embargo, no me queda más remedio que
empezar por ahí: por la ciudad que se extiende (o se desparrama o dormita) a
los pies de un castillo medieval reconstruido en los años 70 con vocación de
Parador. Debajo del cerro, está la ciudad dormida, en estado comatoso; un
racimo de casas, algunos bloques y una catedral bastante airosa, todo sea
dicho, en medio de un panorama bastante árido de lomas y olivares. La ciudad,
la provincia entera, huele a alpechín, aunque si has nacido allí —como es mi
caso— no te das cuenta hasta que regresas.
Hay algo terrible en esas ciudades de
provincias que duermen. Algo tiránico. Imponen un ritmo tan pausado que obligan
a sus habitantes a ceder al sueño y, sin darse cuenta —o, lo que es peor, dándose cuenta—, acaban por convertirse
en orgullosos zombies provincianos,
personajes en dos dimensiones que se expresan como secundarios en una farsa.
Una cosa atroz y, desde luego, nada literaria.
Aunque sé que no hay nada más atroz, ni
más español, que la actitud cainita, esa cosa de “me duele España”, tan Unamuno
y, al mismo tiempo, tan El País —que
es el ABC del siglo XXI—, tengo que
admitir que mi relación con mi ciudad de origen es un poco así: la Ciudad
Funeraria me duele en el alma y, al mismo tiempo, si algo soy, es un producto
prototípico de este escenario (prototípico, entiéndase, hasta la parodia): el
terruño, esos terrones arcillosos como la tierra roja de Tara, me marcó. Soy
una mezcla de pastira y flapper, a
medio camino entre el triple moño y el bob.
A todo esto, dejé a la ciudad dormida.
Bueno, no vamos a despertarla —no podría hacerlo ni con un megáfono—, vamos a
limitarnos a volver junto al féretro y contemplar de cerca su perfil
ceniciento. Como Juana la Loca, interpretada por Conchita Bautista, no por la
sinsorga de Pilar López de Ayala (pobrecita, bastante tiene con lo que tiene
esta chica…), podría decir eso “no está muerta, está dormida”, aunque la verdad
es que, cuando vives allí, día tras día, año tras año, la sensación que termina
por apoderarse de ti es justamente la opuesta: “Mírala, parece que está
dormida, ¿verdad? Pues no, para nada: está muerta, más tiesa que la mojama”.
Pobrecita Ciudad Funeraria, qué ingratos
somos los lugareños, qué poco la queremos… y qué poco nos quiere ella a
nosotros. Parece la historia de un matrimonio, pero no contada por Harold
Nicolson, sino por la pinche de cocina. En cierto modo, esa es la historia de
mi vida: siempre quise ser —y, sobre todo, escribir— como Vita Sackville-West,
pero cuando tu prosa y tu visión son como las de Ruby hay poco que hacer, mas
que una mansa resignación cristiana. El cristianismo enseña, entre otras muchas
cosas, esa: la de inclinarse para besar, con sumisión devota, el Santo Rostro
de la cruel verdad: tu propia medianía. Las limitaciones imponen su propio
escenario, como la Ciudad Funeraria.