Monday, August 19, 2013

Desahogo


Ahora, cuando está a punto de empezar septiembre y cuando empiezo el número de octubre, cuando siento que, de alguna manera, he sobrevivido al infierno, a la ordalía del número de septiembre, supongo que ha llegado el momento de resetear, de empezar de cero, de comenzar de nuevo, aunque sea desde el mismo punto en el que estaba el año pasado y, hasta cierto punto, del mismo punto en el que me encuentro cada septiembre desde hace años: el 21 cumplo años y quiero cambiar. Cambiar. Enfrentarme a un nuevo panorama (desde la misma ventana) o ingresar en una nueva celda (en la misma prisión), lo que sea, más de lo mismo…  pero distinto. Empiezo a sentirme como uno de esos ratones de laboratorio que dan vueltas y vueltas en su minúscula noria, dentro de la jaula, sin ver más allá de los mismos barrotes y el serrín manchado de orines y mierda. No quiero darme por vencido porque sé que eso es, en el fondo, más de lo mismo: autocompasión de la peor especie. Tampoco quiero perder la esperanza, porque por el momento, en mi situación actual, es lo único que me mantiene en pie y me ayuda a continuar dando vueltas en la rueda. Pero, por el amor de Dios, lo único que quiero —rezo, rezo y rezo— es que algo cambie, que mi vida cambie, que mi situación cambie, que suene el teléfono o entre un mail en la bandeja de Recibidos (sí, lo sé: suena tan patético como un cuento de Dorothy Parker), y se abra un resquicio en mi futuro; no pretendo que la puerta se abra de par en par, me conformo con que esté entornada, con que deje pasar un poco de luz y de aire. 

Por otro lado, ¿de qué me quejo? Si hace cuatro años, hace tres o dos, me hubiesen dicho: vas a ser esto, vas a trabajar ahí, vas a entrevistar a esta chica, vas a vivir en una casa con jardín, vas a tener lo que siempre quisiste, hubiese cerrado los ojos y sonreído, imaginando un futuro mejor, un futuro muy parecido a ESTO, o sea, a mi infierno actual. Y así estamos, de nuevo: otra vez en el punto de partida, a finales de agosto, contemplando el futuro con la misma angustia que sentía hace 20 años, en la Ciudad Funeraria, con la carrera recién terminada, sin trabajo, sin futuro, sin nada que ganar (ni nada que perder). Paralizado de miedo y de angustia, sintiendo la misma autocompasión —lamentable, lamentable, lamentable— que entonces, escribiendo las mismas palabras estériles, lanzando el mismo SOS al infinito de un futuro teñido con los peores colores del más cursi de los sentimientos (y el más falso, también). 

Tendré que guardarme todos estos balbuceos para mí mismo. Guardarlos a cal y canto para que nadie pueda ver lo ruin, lo estúpido, lo frívolo, lo inconsecuente que puedo llegar a ser, "pelmazo, embarazoso y cacaseno" —que es una palabra que no había oído, creo yo, en toda mi vida hasta hoy—; pues sí, las tres cosas, las siete. Pero no gano nada fustigándome. También eso, el desprecio por uno mismo, no es más que un resabio adolescente. Llevo… ¿cuántos años? ¿20, 22, 23? ¿Desde los doce o los trece?… escribiendo, escribiendo sin parar, tratando de explicarme a mí mismo qué es lo que me pasa, qué me induce a seguir aquí, si hay salida (o no), si existe un camino que pueda tomar, algún rumbo; y mírame: aquí, en el exilio, con 40 años, supuestamente he llegado a un desenlace, a un final feliz —porque supongo que lo es—, y me siendo otra vez como la Jurado, en el punto de partida. Es una sensación tan humillante, tan boba, tan estéril; eso sí, reconozco que algo he ganado en todos estos años: un montón de lecturas maravillosas, descubrimientos felices, encuentros, fogonazos, paisajes y personas. He querido, sigo queriendo y quiero muchísimo. 

No sé de qué me quejo.

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