Wednesday, July 12, 2006

Muertos

Me encuentro en una fase furiosamente necrófila –más, si cabe– de mi vida. Estoy leyendo un libro escrito por mi tío sobre mi bisabuelo, una especie de hagiografía delirante por la que me entero, entre otras cosas, de que Arturo Rubinstein tocó en la Ciudad Funeraria en la década de los 20. Oigo misas de réquiem en casa, en el trabajo, en todas partes (incluso cuando no las oigo). Casi todas las películas que veo son un catálogo de muertos. Divinos muertos. De mis gustos en materia artística, es más, de mis gustos en todas sus manifestaciones, mejor no hablar. En fin… La muerte me rodea y no me siento a disgusto en compañía de mis cadáveres. Los muertos son mis amigos.

¿De dónde me viene esta fascinación por la muerte (la letra muerta, la imagen muerta, la palabra muerta…)? ¿Por qué me interesa el pasado mientras que el futuro me deja indiferente (del presente no hablo; el presente me espanta; el presente debería estar prohibido)? ¿Por qué me siento más cómodo en un catafalco que Adriano en unas parihuelas? ¿Por qué siempre, siempre, siempre prefiero los ecos a las voces?

Si miro atrás, no recuerdo que mi infancia fuese especialmente espantosa. No más, desde luego, que la de otros miles, millones de niños mariquitas en aquella época en la que a la pizarra le llamaban encerado. Ah, no, ni siquiera puedo echarle la culpa al tío Sigmund: no tengo ningún estigma oculto al que culpar de mi fracaso vital. Entre la vida y la muerte, yo me quedo con la muerte. Siempre. Entre una película de 2006 y una de 1926, yo me quedo con la del 26 (Metrópolis, sin ir más lejos; aunque el imdb dice que es del 27, pero está equivocado). Entre un libro de 2006 y uno de 1924, yo me quedo con el del 24 (El sombrero verde, de Michael Arlen, sin ir más lejos). Ante un cuadro, un mueble, una canción o un pecado de acabado brillante, suelo huir despavorido. Me eduqué en la tradición de los cromados mates, qué se le va a hacer…

¿Dónde surge todo? ¿Cuándo nació? ¿De mis lecturas iniciales (Agatha Christie, por ejemplo)? ¿De mi primer amor, Sebastian Flyte? ¿De mi familia? ¿De mi madre? ¿De aquella primera visita al cementerio, aquel cementerio en ruinas ya cuando era niño?¿De los ramos de crisantemos amarillos que vendían el Día de Difuntos? ¿De las infusiones de adormidera cuando no podía dormir? ¿Del jardín?

Cierro los ojos y veo un panorama escalofriante: mis muertos y yo, como uno de ellos. Conversando con ellos, durmiendo con ellos, comiendo con ellos, leyendo con ellos (y a ellos), escuchándolos, hablando con ellos, pidiéndoles favores y consejo… Viviendo con ellos.

Sí, la Ciudad Funeraria me marcó. Convirtió mi vida en una eterna profanación de tumbas. Como el doctor Pretorius, me he convertido en un connoisseur de la carroña. Y me encanta.

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