Thursday, June 15, 2006

Decepción

Al final todos te decepcionan. Tu mejor amigo, tu amante, incluso tu mismo; principalmente, tú mismo. Llega un día en que te decepcionas de un modo u otro: por cobardía, por crueldad, por miedo… Es una pena, pero así es.

Yo me decepcioné [iba a decir a mí mismo, como en una mala traducción] a muy temprana edad. Fui cruel, “innecesariamente cruel, el peor pecado”, añadiría la tiíta Tennessee.

Mi abuelo murió cuando yo tenía tres años. Es uno de mis primeros recuerdos. Él estaba sentado en el sofá de casa, aquel sofá que recorría la pared de lado a lado y recorría una esquina del cuarto de estar –no, no era aquel sofá; es lo que tienen los recuerdos, al final terminan siendo como un palimpsesto–, con un batín de seda burdeos (“Mi padre era un dandy”, es una de las antífonas favoritas de mi madre), las piernas –delgadiiiiísimas– cruzadas, enfundadas en franela gris, a juego con unas pantuflas de color humo. Por aquella época, mi abuelo ya estaba muy enfermo. Una radiografía del espigado hombre que fue, juncal y, en sus últimos años, liofilizado.

–¿Puedes subir el volumen?

[He estado a punto de escribir: “¿Puedes traerme un vaso de agua?”, pero desafortunadamente, no es así como lo recuerdo: “¿Puedes subir el volumen (de la tele, claro)?” es bastante más prosaico, pero me temo que más verosímil. La memoria, además de mentirosa, es una hija de perra].

Fue como si me hubieran marcado con un hierro candente. Me di la vuelta y, con tres añitos (tal vez menos), repliqué:

–No soy tu criada. Súbelo tú.

Es el único recuerdo que tengo de mi abuelo. Y la primera de las muchas veces en las que me he decepcionado.

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