Wednesday, August 23, 2006

Mentira

Es increíble —en los últimos años, los límites de mi credulidad se han ampliado más allá de donde abarca la vista y ya, prácticamente, me lo creo todo—, pero me sigue resultando fascinante la construcción de una personalidad a través de las palabras. Empecé a escribir en hojas sueltas pequeños apuntes de lo que me pasaba y de lo que no me pasaba y, con el paso del tiempo, las páginas de lo que no me pasaba fueron comiéndole terreno a las otras, verídicas, sí, pero mucho más inverosímiles.

Después, abandoné esa costumbre. Una psiquiatra, mi prima, me dijo que esa era la mejor manera de provocarme, si es que no los tenía ya, brotes psicóticos. Me imaginé azuzando a la esquizofrenia como los cazadores hostigan a las zarigüeyas en sus madrigueras. Y me dio miedo. Digamos que, más que abandonar esa costumbre, fue ella la que me abandonó a mí.

Al cabo de los años, me encontré con una bonita ristra de cuadernos en los que consignaba hechos insignificantes y anhelos no menos insignificantes. Cuando releo esos cuadernos, una actividad a todas luces masoquista —el decoro, un hábito desafortunadamente en desuso, me impide a veces llegar más allá de la primera línea (qué horror, qué cursi, qué marica puedo llegar a ser; es espantoso)—, me doy cuenta de que mi prima llevaba razón. Pero al revés.

Escribir sobre uno mismo, cuando eres sincero, es una actividad narcisista, adolescente y básicamente estéril. Los diarios, las memorias y las biografías son un género que me sigue fascinando, sobre todo cuando mienten. Cuantas más mentiras vierte el biografiado sobre sí mismo y sobre los demás —llámalo mentiras o, directamente, difamación—, más me interesa lo que me cuenta. Por eso mis escritores favoritos son básicamente unos hijos de puta. Porque son más auténticos cuanto más falsos son.

Y yo, al mimar los recuerdos como otros miman sus laceraciones, como los yonkis exhiben sus llagas —lo sé, vivo al lado de una plaza llena de ellos: hacen competiciones y se muestran unos a otros, con un orgullo que me pone los pelos de punta, sus últimas laceraciones, sus pústulas supurantes, incluso sus muñones (debe haber una erótica para mí desconocida en este tipo de minusvalías tipo Crash*)—, me entrego al mismo tipo de solipsismo. Al mismo tipo de patología.

Vamos, que estoy súper a favor de los farsantes.

* [Recuerdo que cuando vi esta película por primera vez en la Ciudad Funeraria (la de David Cronenberg, no el espanto ese al que le dieron el Oscar este año), sólo había dos espectadores más en la sala: dos hombres maduros que, en determinada escena —creo que cuando Rosanna Arquette se tira con el muñón a James Spader—, empezaron a pajearse de manera salvaje. Muy edificante.]

2 Comments:

Blogger Manuel said...

A favor aquí también, de los farsantes y del "Crash" de verdad, que la otra no merece ni nombrarla.

8:00 AM  
Blogger senses and nonsenses said...

yo no me atrevo a contar mi experiencia con crash, una de las cosas más increíbles que me han ocurrido en un cine.

5:35 PM  

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