Me imagino que en el momento en que
quemen mi cuerpo, si es que no acabo en una fosa común, las llamas arreciarán
como movidas por el viento. Crecerán y crecerán como un incendio (intencionado)
en los montes de Galicia. Es lo que tiene haberse alimentado prácticamente de
ginebra en todas sus manifestaciones, de las más abyectas a las más sublimes,
durante años. Años, sí. Y no es que me considere alcohólico, bien lo sabe Dios
—uno jamás se considera a sí mismo alcohólico, se lo suelen considerar los demás—, sino que creo que sería una
buena versión, contemporánea y delgada, de La
Pucelle ardiendo en una pira funeraria, como una tea, como los primeros
cristianos iluminando con sus cuerpos, en sentido literal, uno de los festines
de Heliogábalo que acababan en una orgía interminable, con su guardia de corps y su caballo sepultados bajo una
lluvia de pétalos.
Adoro a Juana de Arco, esa lesbiana closeteada a la que el arcángel San Miguel
hablaba por un oído —no sé si el izquierdo o el derecho—, mandándole mensajes
tan tranquilizadores como: “¡Extermínalos a todos!”. Es curioso cómo Dios, a lo
largo de la historia, ha sido tan partidario del exterminio. Qué siglo XX,
¿verdad? Yo me pregunto a veces, sólo a veces, si Dios no será un poquito nazi.
Me imagino que la gloria (que en su día era un bar marica de Madrid de lo más
divino donde ibas, dejabas la cajetilla de tabaco sobre la barra, te la cogía
el camarero un poco así, como quien no quiere la cosa, y te la devolvía con un
regalo de lo más estimulante) debe
estar decorada con una bonita escenografía llena de motivos celtas, básicamente
esvásticas y triquetas, como una producción de Cecil B. de Mille. Y allí, en
medio de alguna desbocada escena sicalíptica atrezada por Paul Morris, La Pucelle estaría en su salsa, bailando
un charlestón epiléptico de contorsiones marianas. Algo sublime y abyecto. Algo
que, en el fondo, me encantaría protagonizar a mí.
Juana de Arco, quemada viva, chamuscada,
torturada y campurriana, ha sido siempre una de mis santas de cabecera. Mi
iconostasio está lleno de santas; de santas y de santos, pero sobre todo de
santas: ellas, mujeres sublimes que encuentran en la abyección su particular
camino de perfección, chupando llagas purulentas, lamiendo heridas putrefactas,
disfrutando cada una de sus laceraciones con un hedonismo absolutamente
terrenal. Chicas como la Doncella de Orleans, pero también como Santa Margarita
María de Alacoque y toda esa cohorte de místicas que me fascinan y que
—imagino— me velarán en mi funeral.
Es fácil —al menos, para mí lo ha sido
siempre— fantasear con la propia muerte. Tiene algo de morboso, claro, pero
también resulta vagamente erótico. El erotismo va de la mano de la muerte, pero
no como una manera de escapar de ella, como creía Freud, sino todo lo contrario:
de abrazarla hasta ensartarte en esa espada flamígera que enarbolan algunos
arcángeles mientras te condenan al infierno. Benditos sean.