Monday, November 28, 2005

Amígdalas

Chupar pollas te da una visión diferente de las cosas, una perspectiva… digamos que poco favorecedora; no hay nada menos favorecedor que un contrapicado. Cuando ves las caras de tus amantes distorsionadas –y eso que muchos de ellos no necesitaban de distorsión ninguna para ser francamente horrendos; nunca he sido escrupuloso: viejos y jóvenes, oyentes y sordos, opusinos y presidiarios, millonarios y quinquis, cultos y ga(y)rulos, todos son bienvenidos– y adviertes que de lo morboso a lo mórbido sólo hay un paso –tetas, barrigas, papadas, hasta mofletes; todo lo que en su día fue turgencia acaba por sucumbir a la ley de la gravedad–, dejas de creer en el género humano. Eso de que el cuerpo es una máquina perfecta es una filfa. ¿Perfecta? Jajajaja. Un Bugatti es una máquina perfecta. Una cafetera Melitta es una máquina perfecta. El cuerpo humano, no. El cuerpo humano es un catálogo de ruinas futuras.

Aún recuerdo la primera vez que hice una mamada en la Gran Vía, en una cabina telefónica (en aquella época previa a la telefonía móvil, aún existían esos cubículos en los que podías mantener una conversación en privado, sin que el resto de la humanidad tuviese que asistir a conversaciones perfectamente banales que podrían ser directamente sustituidas por un rebuzno). El sujeto en cuestión, un beligerante representante de politoxicomanía lustrosa –a pesar de su adicción a las drogas, el sujeto en cuestión no perdía el apetito; lo que sí perdía, a pasos agigantados, era cintura–, se quedó de piedra cuando me introduje su polla en la boca. La introduje hasta la campanilla, abrí la garganta y seguí chupando; a continuación, contraje las amígdalas y procedí a masajear suavemente el glande con ellas. El sujeto en cuestión puso los ojos en blanco y, sin previo aviso, eyaculó con tan poca fortuna que lo hizo justo cuando un coche de policía se detuvo junto a la cabina. Dos agentes jóvenes en la primera fase del muslo prieto –cuando lo morboso aún no ha degenerado en lo mórbido– se bajaron en del coche, golpearon el cristal de la cabina y nos obligaron a salir de ella.

–¿Qué están haciendo?

Tuvo que responder el sujeto en cuestión, aún bajo los efectos de la hiperventilación; yo no podía hablar (tenía la boca llena).

–Pues… Nada… Bueno… Nosotros… Ah… Ya… Ah… Nos… Íbamos, ¿verdad?

Tuve que tragarme… mmmm… mi orgullo y asentí.

Y entonces me acordé de quién me había enseñado a hacer lo que acaba de hacer (contraer las amígdalas a voluntad, no hacer una felación): mi padre.

Fue un viernes. Yo debía tener seis o siete años. Mi padre estaba un poco alterado, como siempre que tenía –y tiene– que viajar. Le gusta planear los viajes hasta el más mínimo detalle: la hora de salida, la hora de llegada, las paradas obligatorias (y perentorias, en el caso de súbitos ataques prostáticos), la cena o el almuerzo… En fin, todo. Y, cuando ya había hecho sus planes, solté la bomba:

–No, hoy no salgo a las cinco y media. Me han castigado. Bueno, a mí y a toda la clase. Nos han castigado hasta las siete y media de la tarde. O las ocho, la verdad es que no me acuerdo.

Si le hubiese dicho en aquel preciso momento: “Perdona, papá, pero estoy pensando en cambiar de sexo… varias veces”, mi padre no se hubiese quedado más estupefacto.

–Pero eso no puede ser. Dile que a Don Rafael que voy a recogerte a las cinco y media y que…

–Don R. nos ha castigado a todos y nos ha dicho que no hay excusa que valga –dije, consciente de que mi profesor, un alcohólico redomado que dejó sordo a un compañero de un bofetón (y no es una leyenda urbana, yo estaba allí), lo dijo mirándome con una expresión de lo más torva, y es que mis hermanos y yo éramos famosos por el impresionante catálogo de excusas que éramos capaces de desplegar ante el profesorado, con la aquiescencia paterna.

En fin, el caso es que algo debió de olerse mi padre, porque ajaponesando los ojos, se inclinó sobre mí y, exhalando una tufarada de tabaco negro –en aquella época, el parecido entre mi padre y un botafumeiro era francamente escalofriante–, me dijo:

–No pasa nada. Di que estás enfermo y vomitas. Allí mismo. Delante de todos.

Me quedé de piedra pómez.

–Pero… ¡¿cómo?!

–Es muy fácil. Sólo tienes que contraer las amígdalas así…

Y abriendo mucho la boca me enseñó a vomitar sin necesidad de meterme los dedos. Basta con tragar saliva de una manera especial, como si acabasen de sentenciarte a muerte, y hacerlo a un ritmo continuo, rápido y trepidante. Como una especie de danza del vientre, pero con la garganta.

Muchos años después de aquel primer vómito (fue una actuación prodigiosa, una auténtica parábola de bolo alimenticio dirigido en una campana de Gaus perfecta directamente de mi estómago a los pies del profesor) y, también, muchos años después de aquella mamada en la Gran Vía, he preguntado a alguno de mis amantes qué sienten cuando contraigo las amígdalas sobre su glande (como dicen que hacen las geishas con la vagina):

–Pues es… Es como si tuvieses unas manitas y las apretases así.

Mi padre no podía imaginarse que aquel viernes me enseñó algo más que a vomitar. Me abrió la puerta a una nueva dimensión, a una visión diferente de las cosas, una perspectiva muy poco favorecedora del mundo y el género humano. Desde abajo. En fin… Qué se le va hacer. A estas alturas, cuando he perfeccionado mi técnica, no voy a dejar de chupar pollas. Faltaría más.

Thursday, November 24, 2005

Melancolía

La melancolía es un sentimiento –burgués, según mi amiga P., que sostiene que cuando tienes que rebuscar en un estercolero un mendrugo de pan mohoso que echarte a la boca no tienes tiempo de sentirte deprimido; teoría con la que no estoy de acuerdo en absoluto– que se alimenta de sus propias miasmas. Es casi tan repugnante como la autocompasión, otro sentimiento –muy middle-class, en este caso la apreciación es de Jaime Gil de Biedma, pero para el caso es lo mismo– que también se retroalimenta de sus propios excrementos. Mi amiga y esposa, R., tiene también una expresión muy ad hoc para este discurso: “No soy nada partidaria de masturbarme en el dolor”. Yo tampoco. Hay que huir de la melancolía y la autocompasión como de la peste bubónica.

En fin, el caso es que la melancolía, el mal decimonónico por excelencia –en la mujer, se entiende; junto a la fiebre puerperal, supongo–, me fascinó de niño. Lo intenté, lo intenté denodadamente, pero fracasé de manera estrepitosa: era un niño jaracandoso, levemente histérico, con una cierta tendencia a la pluma y ataques leves, cuando recordaba mi intención inicial, de una muy, muy impostada melancolía. Al final, como siempre que mantienes actitudes falsas, terminé asimilándola y pasó a ser verdadera. Como en esos cuentos morales, también del XIX, en los que el protagonista oculta su rostro detrás de una máscara durante tanto tiempo que, al final, le resulta imposible arrancársela (no me explico cómo uno de esos sesudos críticos que aún se toman el cine en serio [Santa Fran, totally agree(pina) contigo: “Si las películas fuesen de tan elevada y grave naturaleza, ¿cómo es posible que las exhiban en lugares donde venden Fanta de limón y palomitas de maíz?”] no ha caído aún en la cuenta de que La máscara, ese horror protagonizado por Jim Carrey, podría estar libremente inspirada en un relato galante de un escritor francés semi-desconocido).

En fin, el caso es que al final adquirí el abominable hábito de la melancolía. Y ahora me revuelvo en sus garras y trato de luchar, pero es inútil. La melancolía me hace cosquillas y yo soy incapaz de aguantar la risa. Y, claro, en mi caso, como en el de la tiíta Tennessee, “la risa ha sido siempre la sustituta del llanto”. O sea, que al final vuelvo al principio: me alimento de mis propias miasmas. Y tan contento (o tan triste).

Deseo

“El deseo, como la fe para los cristianos, puede mover montañas”. Lo dijo Pedro Almodóvar en el press-book de La ley del deseo y lo digo yo, hoy. Otra cita que podría ser mía (y no lo es): “La ilusión de ser deseado si fronteras (no importa que no te respeten como persona) anida en el fondo de todo ser humano”. Nuevamente, Pedro Almodóvar. La gran tragedia del ser humano es que no te desea quien tú quieres que lo haga, sino otra persona, que a su vez es deseada por una tercera persona, que es deseada por otra, a quien desea otra, que es deseada por quien tú deseas… y vuelta a empezar. “El deseo determina sus actos, su placer y su dolor”. En efecto, el placer determina todos y cada uno de nuestros actos, el placer y el dolor. Mi placer. Mi dolor.

Recuerdo que la primera vez que vi La ley del deseo yo tenía… Uf, yo era menor, muy menor de edad. Un niño. Fui a unas minisalas en la Ciudad Funeraria en una época en la que ser gay no era guay, una época en la que, de hecho, no había gays, había maricones; y tampoco drag-queens, sino travestis. En fin, el caso es que fui a ver La ley con el ánimo estremecido y la sensación estar transgrediendo otra ley, obedeciendo a pies juntillas el deseo que me llevaba a ver una película marica en una ciudad hostil con todo aquello que oliese a pluma, mariconeo y languidez. Me emocioné, claro. Y me excité. Y lloré cuando llegué a casa. Porque me habían hablado con toda naturalidad de lo que, en aquella época y en aquella ciudad, no era normal en absoluto. Sigue sin serlo, no nos engañemos.

En fin, el caso es que desde entonces he visto La ley un montón de veces. Tantas que he logrado aprenderme de memoria monólogos enteros de Carmen Maura en el papel de su vida, Tina, el transexual que es todo corazón (y silicona). Y tantas como para repetir ayer un fragmento de la carta que Pablo (Eusebio Poncela) le escribe a Antonio (Banderas) para explicarle que, “aunque me emociona tu ternura, no estoy enamorado de ti”. De nuevo, un personaje de Pedro Almodóvar me arranca las palabras de la boca. Eso es lo que ayer le dije a una persona encantadora –encantadora, buena y valiente– para explicarle que… ¿Qué? Pues que me he comportado como un imbécil. O como un canalla. O como un canalla imbécil.

O sea, volviendo a las citas: “La crueldad innecesaria es el peor pecado que hay”, Tennessee Williams. Y la necesaria, Tennessee, y la necesaria.

No, si al final será verdad que la vida imita al arte. Hay que joderse.

Wednesday, November 16, 2005

Pedicura

A veces, los recuerdos no son auténticos. Pueden ser impostados, literarios –llega un momento en que confundes la letra muerta con ese culebrón pésimamente escrito llamado vida (mi teoría es que Dios, además de hijo de perra, es un poco cicatero y ha contratado a los peores guionistas del mercado)–, cuando no directamente falsos; y a veces, pueden incluso ser vicarios: no son tuyos, pero como si lo fueran.

Es el caso de un recuerdo de mi madre. Me lo contó hace años, muerta de la risa, mientras tomábamos una taza de te (porque mi madre y yo tenemos ese tipo de relación materno-filial que comparte recuerdos ante una tetera japonesa). A mí me encantó la historia y la hice mía. Y hoy, ya no sé si fue ella o yo quien la protagonizó.

En la década de los años 40, cuando se acuñó una de mis frases favoritas sobre las viudas de guerra (bonito eufemismo para las viudas rojas): “Tienen una mano delante, otra detrás y la calle para correr”, mi madre era una niña nada mimada en una familia bastante, mmmm, digamos severa. Mis abuelos vivían en una casa, en el casco antiguo de la Ciudad Funeraria; una casa de tres plantas, discreta, con patio y palmeras enanas, y escalera de servicio (porque en aquellos tiempos, la gente bien tenía servicio; hoy lo que tiene la gente bien son deudas; cuanto más bien, más deudas). Pero pasaban la mayor parte del tiempo en casa de mi bisabuelo, un chalé en las afueras –hoy, las afueras de la Ciudad Funeraria es el centro–, con huerto, jardín y piscina.

Una tarde, en una de sus frecuentes visitas, mi madre entró en el salón (de verano), donde estaba tumbada mi tía M., hojeando una revista (americana) en el sofá. Mi tía Margarita es uno de los personajes más fascinantes de mi familia. Jamás la conocí, pero todas las historias que he oído sobre ella indican que era una mujer fascinante. Era cubana y muy estilosa (adicta al new-look mucho antes de que Christian Dior se inventase el new-look una década después; he visto fotos y sé de lo que hablo), y fue la primera mujer de mi tío I., un hombre guapísimo, que era la viva imagen de Clark Cable, bigote incluido.

Mi tío I. Se fue a estudiar una ingeniería en Nueva York a mediados de los años 30, pero cuando estalló la Guerra Civil, se volvió pitando a España para defender la patria del lado de la ley y el orden (los nacionales). Me temo que mi tío, además de guapísimo y pijo hasta decir basta, era también un poco fascista. Pero a mí las ideologías me dan exactamente igual. Habitualmente, cuando me siento en una mesa para almorzar con un desconocido, no le pregunto a quién vota. Soy tan frívolo que sólo me fijo en tres cosas: a) sus zapatos, b) sus uñas, c) su higiene (sobre todo, su higiene).

En fin, el caso es que mi tío conoció en Nueva York a aquella cubana bellísima que vivía en Manhattan, huérfana, cabeza-hueca, con una cuenta saneada y siempre, en cualquier circunstancia, perfectamente vestida, peinada y manicurada –lo de la manicura tiene su importancia–, y se casó con ella.

El caso es que, varios años después, cuando ambos estaban de visita en la Ciudad Funeraria –mi tío y su mujer tuvieron el buen sentido de instalarse en Santander, una ciudad donde ambos se dedicaron a una envidiable vida de holganza y cócteles–, mi madre, con sólo cuatro o cinco años, entró en el salón y se quedó mirando fijamente los pies de mi tía M., que lucía, as usual, unas uñas perfectamente pedicuradas lacadas en rojo.

–Hola, tesoro –dijo mi tía M., con acento criollo–, ¿querías algo?

Mi madre se llevó una manita a la boca, se levantó la parte delantera de su vestido de piqué blanco y, sin apartar la vista de aquellos pies que parecían haberla hipnotizado, respondió:

–Mi madre dice que las mujeres que se pintan las uñas de los pies son unas guarras.

Mi tía M. cerró la revista, se sentó de golpe y, sonriendo a mi madre con expresión ladina, replicó:

–Ah, ¿eso dice?

–Sí.

–Vaya –pausa–, pues dile a tu madre que lleva mucha razón.

Y eso fue exactamente lo que hizo.

Mamá, llorando de la risa, apuró la taza de te, se sirvió otra y me dijo:

–Fue una de las pocas veces en que mi madre me pegó una bofetada. Pobre.

Tuesday, November 15, 2005

Escándalo

Ayer me quedé un poco de estuco cuando vi a la infame de Mari-Luci Etxebarría porque la atacaban, “pero no por mi obra, sino por si estoy gorda o no”. Pues sí, bonita, estás gorda. Como una vaca. ¿Tu obra? Si de mí dependiese, cogería tu obra al completo, la apilaría en una plaza pública y le prendería fuego (contigo atada a un poste de alta tensión). O sea, lleva toda la vida luchando por estar en el ojo del huracán, por ser la más polémica entre las polémicas, por convertirse en la e(le)nfant terrible de la literatura –o algo parecido– patria, y luego se indigna porque un señor gordo, calvo y con una dentadura horrible –imaginad el teclado de un clavicordio que hubiese estado a la intemperie desde los tiempos de Bach– la pone de vuelta y media sólo porque sus libros son execrables del primero al último. “No me molestan las críticas, me molesta que critiquen si estoy gorda o no”. Y vuelta al tema de sus lorzas. Tesoro, sí, estás gorda. Como una boya. “Esto es una encerrona”, clamó al director del programa (otro monstruo que merecería ser azotado en una plaza pública; sólo se me ocurre un castigo digno de él: alguien debería obligarle a leer todas sus obras de corrido; seguro que no llegaba ni siquiera a la mitad antes de sufrir una embolia). “Mira, guapa, deberías dar gracias a Dios de que, a estas alturas, alguien se atreva aún a encerrarse contigo en un espacio cerrado, aunque haya cámaras delante. Especialmente si hay cámaras delante”, replicó el escritorzuelo con los ojos, mientras con la boca decía lo habitual, en su estilo verborreico: “¿Yooooo? No sé de qué me hablas…”

En fin, a mí la provocación dejó de interesarme a la tierna edad de… Uf, ni me acuerdo. La verdad es que la primera vez que leí uno de esos libros-escándalo, tuve más que suficiente. Mi madre me persiguió por toda la casa, pasillo arriba-pasillo abajo, con una espumadera chorreando aceite: “No creo que ese libro sea lo más recomendable para un chico de tu edad. Si no recuerdo mal incita a la prostitución y al suicidio”. “Y al incesto, mamá, también incita al incesto”. Mi madre puso los ojos en blanco y me dejó por imposible: “¡Qué horror!”

La verdad, el libro era abominable. No porque fuese escandaloso –no lo era: al final, supuraba moralina de la primera a la última página–, sino porque era una basura. Me pregunto si esta chica, la gorda, cree que realmente que la crítica literaria la odia. Me pregunto si, en realidad, esta chica cree que lo que perpetra es algo remotamente parecido a la literatura. O que sus detractores se la toman en serio. O que alguien que no haya sufrido eclampsia durante su nacimiento se atrevería a tomarse en serio ese discurso feme-mi-me-conmigo-no. Por Dios, chica, despierta. Hazme caso y sigue mi consejo: no escribas más y ponte a dieta. La nevera no es tu amiga, te lo garantizo. Y el teclado de un ordenador, tampoco.

Monday, November 14, 2005

Silencio

Después de tantas y tantas alharacas, resulta de lo más gratificante darse de bruces con el silencio. El bendito silencio.

Cuando era niño, mi música favorita era el silencio. De hecho, no me gustó la música hasta que no fui muy, muy mayor. Y ahora, cuando uno se ha hecho ya un nombre como un loro, como uno de los grandes loros de la historia –en realidad, una mezcla de loro y ave del paraíso–, como una especie de Bette Davis empachada, una Margo Channing eternamente borracha monologando en un rincón del escenario: “¿Y tú te llamas autor? Tienes ante ti una situación preñada de posibilidades y no sabes qué hacer con ella. ¿Autor? No sabes nada de sentimientos, naturales o antinaturales”; cuando mi cabeza es una cacofonía de músicas y citas: “Estoy preparada para mi primer plano, señor De Mille”, “Que te besen la mano está muy bien, pero un brazalete de diamantes y esmeraldas es para siempre”, “Un buen chulo es como un niño bien educado: no habla hasta que no se le pregunta y se arrodilla cuando un adulto entra en la habitación”…, me encuentro con esto. Con el silencio.

Fue siempre una de mis fantasías privadas (y más obscenas): tener a alguien a quien cuidar. Y cuando te encuentras con ese alguien, te das de bruces con otra cita que llega a mi cabeza –a estas alturas, un guirigay de voces de vivos y muertos, como las cuevas de Marabar– por boca de la tiíta Tru, vampirizando a Santa Teresa: “Hay que tener mucho cuidado con lo que se desea: Dios puede castigarte atendiendo a tus plegarias”. O sea, otra vez a vueltas con las plegarias atendidas.

El silencio. El bendito silencio. En realidad, sospecho que no es más que otra fantasía que elaboré en los más depravados días de mi adolescencia, una época plagada de tópicos y atroces lugares comunes, como la puta con el corazón de oro, la bohemia con ribetes decadentes (en realidad, alcoholismo y roña), los libros como una dulce escapatoria –mentira: son un pasaporte directo al infierno; envidio (y lo digo sin el menor asomo de ironía) el analfabetismo y la estupidez ajenas; la letra impresa es una trampa–, el amor y todo lo demás. Al final, cuando te das de bruces con el silencio… Ah, qué descanso. ¿Qué importa que detrás no se oculte nada más que otra laguna de aguas estancadas? ¿A quién le importa? Lo sublime no existe. Lo sublime es una filfa. Lo sublime no me calienta la cama. Lo sublime, francamente, me suda el coño.

Vamos, que puestos a elegir, me quedo con el silencio.

Tuesday, November 08, 2005

Odio

Cualquier persona en su sano juicio intenta suicidarse al menos una vez en la vida. Cualquier persona en su sano juicio tiene instintos suicidas al menos una vez cada quince días e instintos homicidas una vez cada día (hasta diez veces si trabajas en la calle Fuencarral y tienes que ver un carnaval de horrores paseando impunemente sus creatividades capilares, textiles y cromáticas sin que nadie con un poco de juicio, o sea, en palabras de Ignatius J. Reilly, con un mínimo “de teología y geometría, de decencia y buen gusto” les decapite con toda justicia por atreverse a poner un pie en la calle con esa pinta abominable, atroz). Cualquier persona en su sano juicio quiere al menos una vez al año exterminar a la raza humana mediante un progromo de lo más expeditivo (por ejemplo, las ondas hertzianas de los programas de telerrealidad tipo GH, OT, AR y demás siglas nefandas provocarían tumores del tamaño de melocotones en almíbar en los cerebros de los televidentes; 15 días viendo la tele y listo: a la fosa común). En fin, cualquier persona en su sano juicio se plantea al menos una vez al día la posibilidad de hacer apostasía del género humano y de ese cúmulo de insensateces que los cursis llaman vida y las personas en su sano juicio llaman cadena perpetua. Cualquier persona en su sano juicio quiere matar y matarse.

Yo tomé la decisión muy pronto. Ya lo conté en este blog estúpido y autocomplaciente y no voy a volver a daros la paliza otra vez con la historia de mis intentos de suicidio (soy de la opinión de que no hay que intentar hacer las cosas: si quieres hacerlas, ¡hazlas, coño!). No, hoy os voy a hablar de otra cosa. Del odio.

¿Cuándo empecé a odiar? ¿A odiar de verdad? ¿A odiar como otros aman –o follan–, de manera obsesiva, patológica, brutal, enfermiza, total, enloquecida (y enloquecedora), absorbente, hipnótica, extenuante, dolorosa, cegadora, devota?

A la edad de 13 años. Hasta los 13 años yo quería ser bueno. A los 13 años decidí que ya estaba harto de ser bueno. Hasta el coño. Y cambié. Abracé el odio con el ímpetu de los neófitos. Y desde entonces ha sido mi amigo, mi mejor compañero, mi amante más fiel. Si tuviese que irme a la cama ahora mismo con alguien no lo haría con mis amigos, sino con mis enemigos. Me los follaría a todos. Los mataría a polvos.

El amor es otra cosa. Es como un bálsamo, como una píldora o un copazo –ay, bendito, bendito sea el alcohol–. Pero el odio… Ah, el odio es como un gusano que crece y crece y crece (y sigue creciendo), devorándolo todo a su paso. Cuando abres la boca, ya no eres capaz de escupir un gargajo, aunque te consuma la fiebre y la flema, sino veneno.

¿Y qué odias con tanto encono?, os preguntaréis. Pues, básicamente, os odio a vosotros. Pero, aún más, con una pasión absolutamente cegadora, como el brillo de un espejo sobre los ojos, me odio a mí.

Aunque esto no es nada nuevo. Ya lo dijo en su día otro gran odiador y otro gran borracho: “Hay otra forma de narcisismo que es el odio de sí mismo”. Estoy seguro de que si Jaime Gil de Biedma y yo nos hubiésemos conocido, nos hubiésemos odiado ferozmente.

Tuesday, November 01, 2005

Niños

Por Dios, me va a dar un coma diabético. Si vuelvo a ver otra Z sobrevolando la línea del horizonte, si vuelvo a escuchar la expresión “como uno más” o “muy humano”, si vuelvo a ver unas mechas y una nariz ideal para apagar el alumbrado público de una metrópoli victoriana, si vuelvo a ver esos dientes, si vuelvo a recordar un día más lo que fueron aquellos días es-pan-to-sos –no, queridos, no todo tiempo pasado fue mejor; los hubo peores, muchísimo peores–, me pondré a CHILLAR.

Por Dios, ¿hay alguna manera de darse de baja de un país y pedir asilo político en Brideshead?

La verdad, la infancia nunca me ha vuelto loco. Para mí, Peter Pan jamás ha sido un héroe, sino un botarate. La primera vez que vi aquella película fue en un cine de verano, en una noche en que me encontraba más solo que nunca, con más años de los que ahora me atrevería a confesar en voz alta. Aquel idiota con mallas color verde botella… Dios. Qué estomagante. Qué atrocidad. Qué aberración. Qué espanto. Qué mariconazo.

Me empalmé, claro.