Amígdalas
Aún recuerdo la primera vez que hice una mamada en la Gran Vía, en una cabina telefónica (en aquella época previa a la telefonía móvil, aún existían esos cubículos en los que podías mantener una conversación en privado, sin que el resto de la humanidad tuviese que asistir a conversaciones perfectamente banales que podrían ser directamente sustituidas por un rebuzno). El sujeto en cuestión, un beligerante representante de politoxicomanía lustrosa –a pesar de su adicción a las drogas, el sujeto en cuestión no perdía el apetito; lo que sí perdía, a pasos agigantados, era cintura–, se quedó de piedra cuando me introduje su polla en la boca. La introduje hasta la campanilla, abrí la garganta y seguí chupando; a continuación, contraje las amígdalas y procedí a masajear suavemente el glande con ellas. El sujeto en cuestión puso los ojos en blanco y, sin previo aviso, eyaculó con tan poca fortuna que lo hizo justo cuando un coche de policía se detuvo junto a la cabina. Dos agentes jóvenes en la primera fase del muslo prieto –cuando lo morboso aún no ha degenerado en lo mórbido– se bajaron en del coche, golpearon el cristal de la cabina y nos obligaron a salir de ella.
–¿Qué están haciendo?
Tuvo que responder el sujeto en cuestión, aún bajo los efectos de la hiperventilación; yo no podía hablar (tenía la boca llena).
–Pues… Nada… Bueno… Nosotros… Ah… Ya… Ah… Nos… Íbamos, ¿verdad?
Tuve que tragarme… mmmm… mi orgullo y asentí.
Y entonces me acordé de quién me había enseñado a hacer lo que acaba de hacer (contraer las amígdalas a voluntad, no hacer una felación): mi padre.
Fue un viernes. Yo debía tener seis o siete años. Mi padre estaba un poco alterado, como siempre que tenía –y tiene– que viajar. Le gusta planear los viajes hasta el más mínimo detalle: la hora de salida, la hora de llegada, las paradas obligatorias (y perentorias, en el caso de súbitos ataques prostáticos), la cena o el almuerzo… En fin, todo. Y, cuando ya había hecho sus planes, solté la bomba:
–No, hoy no salgo a las cinco y media. Me han castigado. Bueno, a mí y a toda la clase. Nos han castigado hasta las siete y media de la tarde. O las ocho, la verdad es que no me acuerdo.
Si le hubiese dicho en aquel preciso momento: “Perdona, papá, pero estoy pensando en cambiar de sexo… varias veces”, mi padre no se hubiese quedado más estupefacto.
–Pero eso no puede ser. Dile que a Don Rafael que voy a recogerte a las cinco y media y que…
–Don R. nos ha castigado a todos y nos ha dicho que no hay excusa que valga –dije, consciente de que mi profesor, un alcohólico redomado que dejó sordo a un compañero de un bofetón (y no es una leyenda urbana, yo estaba allí), lo dijo mirándome con una expresión de lo más torva, y es que mis hermanos y yo éramos famosos por el impresionante catálogo de excusas que éramos capaces de desplegar ante el profesorado, con la aquiescencia paterna.
En fin, el caso es que algo debió de olerse mi padre, porque ajaponesando los ojos, se inclinó sobre mí y, exhalando una tufarada de tabaco negro –en aquella época, el parecido entre mi padre y un botafumeiro era francamente escalofriante–, me dijo:
–No pasa nada. Di que estás enfermo y vomitas. Allí mismo. Delante de todos.
Me quedé de piedra pómez.
–Pero… ¡¿cómo?!
–Es muy fácil. Sólo tienes que contraer las amígdalas así…
Y abriendo mucho la boca me enseñó a vomitar sin necesidad de meterme los dedos. Basta con tragar saliva de una manera especial, como si acabasen de sentenciarte a muerte, y hacerlo a un ritmo continuo, rápido y trepidante. Como una especie de danza del vientre, pero con la garganta.
Muchos años después de aquel primer vómito (fue una actuación prodigiosa, una auténtica parábola de bolo alimenticio dirigido en una campana de Gaus perfecta directamente de mi estómago a los pies del profesor) y, también, muchos años después de aquella mamada en la Gran Vía, he preguntado a alguno de mis amantes qué sienten cuando contraigo las amígdalas sobre su glande (como dicen que hacen las geishas con la vagina):
–Pues es… Es como si tuvieses unas manitas y las apretases así.
Mi padre no podía imaginarse que aquel viernes me enseñó algo más que a vomitar. Me abrió la puerta a una nueva dimensión, a una visión diferente de las cosas, una perspectiva muy poco favorecedora del mundo y el género humano. Desde abajo. En fin… Qué se le va hacer. A estas alturas, cuando he perfeccionado mi técnica, no voy a dejar de chupar pollas. Faltaría más.