Wednesday, August 30, 2006

Fracaso

Cuando uno hurga en su memoria, inmediatamente piensa en una araña. Como una arañita, tendí mis hilos hacia el pasado en busca de breves iluminaciones. Pero creo que, en conjunto, fallé por un motivo: como decía Bette Davis, el atrás no existe. El pasado tampoco.

“No dejes que tus ojos conozcan lo prohibido” es una de las frases favoritas de mi madre (me temo que con conocimiento de causa). A Tiresias, sin ir más lejos, los dioses le castigaron con un cambio de sexo por haber visto dos serpientes apareándose (otras versiones sostienen que sorprendió a Atenea en plena toilette, pero me temo que la visión de dos víboras en pleno coito debe ser casi tan fuerte como la de tus padres encargando un hermanito). A mí, simplemente me cambiaron de sexo; lo prohibido tuve que averiguarlo por mi cuenta. Nunca me arrepentiré lo bastante. Sobre todo porque lo prohibido no era para tanto.

A lo largo de un año he querido revivir mi propio cadáver. Error. Pero, bueno, nunca es tarde para darse cuenta de que uno está equivocado. Lo mismo que no basta con beber como Truman Capote para escribir como Truman Capote, no basta con hacer memoria y atiborrarse de bollería fina para escribir como la tiíta Prou. Y eso que, lo sé, a veces mis frases se estancan en meandros como cayucos atiborrados de nigerianos famélicos (para muestra un botón, sí). En fin, qué se le va a hacer…

Un último recuerdo: ayer, tras una comida abominable, me acordé de lo que me dijo mi hermana C., tras un fin de semana también bastante execrable: “Mantente alejado de las ocarinas, a menudo esconden cerbatanas…” Qué razón llevaba, la tía puta. Qué sabia.

Adiós.

Pudor

El pudor, como la historia de la religión (la católica, básicamente, ya que no vivo en Timor), debería ser una asignatura obligatoria en los planes de estudio. La falta de pudor es la culpable de… En fin, la falta de pudor es la culpable prácticamente de todos los males que veo a mi alrededor. Con un poco más de decoro, el mundo sería un lugar mucho más agradable.

En mi caso, la falta de pudor me ha llevado, en la mayor parte de las ocasiones, a hacer el ridículo. Y algo peor: a serlo. Ejemplos: mi primer día de colegio, mi primer polvo, mi primer despido, mi primer divorcio… Todos esos son recuerdos dolorosos, pero no por culpa de los demás, sino por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Y por mi estupidez, claro. Y por mi falta de decoro. Sobre todo, por eso.

Thursday, August 24, 2006

Sinsuelo

No tengo suelo en casa. En el dormitorio, las vigas están al aire como el esqueleto de un antílope. Hace un año me compré mi apartamento, pensando que algo que había durado más de 150 años tenía cierta voluntad de permanencia. Estaba equivocado. Como decía Leo Macías en La flor…: “El mundo entero puede cambiar de la noche a la mañana”. Yo, sin impostar tanto la voz como Marisa Paredes (con peluca) / Eusebio Poncela (sin ella), puedo ratificarlo. El mundo a mí, como me da un poco igual —total, ya estaba hecho unos zorros—; pero el suelo de mi casa… Ah, no, ésa es otra historia. Una historia que, desde el pasado martes, conozco demasiado bien.

No tengo suelo. No tengo casa. Ningún recuerdo es comparable a esto.

Wednesday, August 23, 2006

Mentira

Es increíble —en los últimos años, los límites de mi credulidad se han ampliado más allá de donde abarca la vista y ya, prácticamente, me lo creo todo—, pero me sigue resultando fascinante la construcción de una personalidad a través de las palabras. Empecé a escribir en hojas sueltas pequeños apuntes de lo que me pasaba y de lo que no me pasaba y, con el paso del tiempo, las páginas de lo que no me pasaba fueron comiéndole terreno a las otras, verídicas, sí, pero mucho más inverosímiles.

Después, abandoné esa costumbre. Una psiquiatra, mi prima, me dijo que esa era la mejor manera de provocarme, si es que no los tenía ya, brotes psicóticos. Me imaginé azuzando a la esquizofrenia como los cazadores hostigan a las zarigüeyas en sus madrigueras. Y me dio miedo. Digamos que, más que abandonar esa costumbre, fue ella la que me abandonó a mí.

Al cabo de los años, me encontré con una bonita ristra de cuadernos en los que consignaba hechos insignificantes y anhelos no menos insignificantes. Cuando releo esos cuadernos, una actividad a todas luces masoquista —el decoro, un hábito desafortunadamente en desuso, me impide a veces llegar más allá de la primera línea (qué horror, qué cursi, qué marica puedo llegar a ser; es espantoso)—, me doy cuenta de que mi prima llevaba razón. Pero al revés.

Escribir sobre uno mismo, cuando eres sincero, es una actividad narcisista, adolescente y básicamente estéril. Los diarios, las memorias y las biografías son un género que me sigue fascinando, sobre todo cuando mienten. Cuantas más mentiras vierte el biografiado sobre sí mismo y sobre los demás —llámalo mentiras o, directamente, difamación—, más me interesa lo que me cuenta. Por eso mis escritores favoritos son básicamente unos hijos de puta. Porque son más auténticos cuanto más falsos son.

Y yo, al mimar los recuerdos como otros miman sus laceraciones, como los yonkis exhiben sus llagas —lo sé, vivo al lado de una plaza llena de ellos: hacen competiciones y se muestran unos a otros, con un orgullo que me pone los pelos de punta, sus últimas laceraciones, sus pústulas supurantes, incluso sus muñones (debe haber una erótica para mí desconocida en este tipo de minusvalías tipo Crash*)—, me entrego al mismo tipo de solipsismo. Al mismo tipo de patología.

Vamos, que estoy súper a favor de los farsantes.

* [Recuerdo que cuando vi esta película por primera vez en la Ciudad Funeraria (la de David Cronenberg, no el espanto ese al que le dieron el Oscar este año), sólo había dos espectadores más en la sala: dos hombres maduros que, en determinada escena —creo que cuando Rosanna Arquette se tira con el muñón a James Spader—, empezaron a pajearse de manera salvaje. Muy edificante.]

Tuesday, August 22, 2006

Verdad

Mi relación con la palabra empezó muy pronto. Como mi relación con la imagen. El cine me ha influido tanto o más que la literatura. La gente es muy fascista con la palabra, sobre todo con la palabra escrita, pero para mí la imagen congelada es tan importante como la palabra escrita. Cine y literatura convirtieron mi vida en un infierno. La ficción tuvo la culpa de todo, como Yoko Ono. La ficción y la mentira.

Hoy, cuando se cumple casi un año desde que empecé este blog de memorabilia personal, me doy cuenta de que en realidad todos y cada uno de mis recuerdos son mentira. Uno piensa que lo vivido le servirá para algo, como el viaje del que acabo de regresar (“Me pillas en Braga”, literalmente; por cierto, si tenéis la oportunidad de ir a esa ciudad, no dejéis de visitar la librería Centésima Página: fantástica), pero lo vivido, al final, no sirve para nada. Lo vivido es un pálido reflejo de lo leído, de lo visto, incluso de lo que nunca vivimos. Lo vivido es mentira. Porque si algo te enseña el cine, los libros, la imagen congelada y la letra muerta, es que la mentira es verdad.

Si tengo que buscar culpables —y siempre lo hago—, el verdadero culpable soy yo. Por creerme tantas y tantas mentiras. Al final, todo es una enorme maraña de mentiras, las ajenas y las propias.