Friday, January 27, 2006

Jefes

Mis grandes amores han sido, no necesariamente por este orden, el cine, la literatura, la comida, el alcohol y los hombres. Los hombres, al final, han resultado ser una mierda. El sexo, un camino directo al infierno (por los demonios, no por las llamas… ¡Que más quisiera!). El alcohol, una fuente inagotable –y especialmente voraz– de pérdidas; y el cine y la literatura, de decepciones (demanda a los hermanos Lumière ¡ya!; por no hablar de mis autores de cabecera: todos unos hijos de puta). La comida es lo único que me queda. Eso sí, cuando tu cuerpo, hasta ahora apolíneo, empieza a rebelarse y las lorzas amenazan con convertir tu cintura en una parodia de la cintura de Orson Welles… Como que no. Vamos, que al final llevará razón Santa Dorothy Parker: para eso, casi mejor vivir.

Pero, claro, una cosa es vivir y otra, muy distinta, sobrevivir. Sobrevivir a una jauría de hijos de puta –como mis autores de cabecera– que convierten la realidad, una visión bastante áspera por sí misma –“un árido panorama de horcas y hogueras”–, en algo aún más cutre, zafio y feo de lo que es habitual.

Ya tuve que lidiar con un HP (Hijo de Puta, con unas mayúsculas del tamaño del Valle de los Caídos) como jefe. Tenía nombre de seudónimo, pero no, no era un seudónimo: era un cabrón de lo más genuino con un rosario de virtudes a la altura de su halitosis: cocainómano, borracho, maleducado, analfabeto integral, bipolar –sin litio–, grosero, adicto al rebuzno como sustituto de la palabra… En fin, una auténtica joya. No pude más y abandoné el trabajo.

Después, tuve a dos perras como jefas, en connivencia con una tercera perrita pequinesa –que resultó ser la peor, sobre todo cuando movía el rabo u hociqueaba sobre el teclado (“hay periodistas y, después, hay juntaletras. Yo soy periodista.” “Sí, querida, y una hija de puta”)–, que lograron enloquecerme hasta extremos insospechados. Dejé aquel nido de víboras y regresé al redil.

Y aquí estoy, en el redil. Eso sí, al final ha resultado que el redil es un matadero. Otra vez.

Me pregunto si ser jefe te convierte automáticamente en hijo de puta o los hijo de puta, por una especie de selección natural, se convierten en jefes.

Thursday, January 26, 2006

Golpes

Los recuerdos son una cosa. La realidad, otra. Los recuerdos me matan. La realidad, también. Un recuerdo. La primera vez que me dieron una paliza. No me gustó, pero tuvo un efecto positivo: los hematomas me daban un look superfashion, como muy glitter, algo así como David Bowie, pero sin Swarovski. Ahora, si me dan una paliza me encanta. Me excita, vamos. Lo que ya me gusta menos es perder dos móviles, dos, en una semana. Eso no me gusta. Cero. Menos que cero. En fin…

Wednesday, January 25, 2006

Jinchos

Toda mi vida he aspirado a tener una casa o, más concretamente, un lugar donde caerme muerto. Dado el régimen de vida que llevo, es muy, pero que muy posible que ese día, el de mi encuentro con lo Inefable, esté mucho más próximo que el día en que acabe de pagar la hipoteca.

A saber, la última adquisición a mi agenda amorosa es un simpático C & Ch. (Camello + Chapero). No contento con tener una biografía que incluye una estancia –pagada por el Estado– de dos años en Colombia y un breve intermedio laboral como portero del Strong Center (tugurio madrileño al que prevé regresar en breve y en el que, antes o después, nos volveremos a encontrar) –lo he dicho por orden cronológico, no por orden de importancia–, acaba de añadir la circonita más fastuosa a esa tiara vital: un teñido integral de raíces a puntas del color de una mazorca en primavera. Responde a un nombre falso, pero el verdadero es mucho mejor –no seré yo quien le traicione–; tiene un rosario de amigos que incluyen a lo más granado del chapererío/camellerío madrileño… En fin, una auténtica JOYA.

Y lo mejor de todo es que no es el primero. Ni mucho menos. Recuerdo una noche en la Ciudad Funeraria en la que, como suele ser habitual en mí, perdí el sentido –y cualquier tipo de criterio–, pero no la sensibilidad. En el esfínter, básicamente. Acabé con un presidiario –no ex, sino presidiario (en régimen abierto, pero presidiario al fin y al cabo)–, en las afueras, en un coche (ignoro si robado), con las patas por alto. Muy romántico. Muy patético. Muy propio de mí… Sobre todo cuando llegó la Guardia Civil y, golpeando suavemente en la ventanilla, nos solicitaron, de un modo un tanto perentorio, nuestra gracia.

–Me llamo Carlos –mentí, mientras me tapaba la cara con un jirón de tela rojo.

–No, no, no… –protestó una voz (un tanto aguardentosa) detrás del agente–, el maricón ése no tiene nada que ver. Fue el otro. El otro.

El otro era un individuo de este jaez: perilla (aberración capilar que, al parecer, está especialmente extendida entre la hez de la sociedad, no en vano mi C & Ch. también lucía una con idéntica donosura una perilla idéntica), piercing en el pezón, tatuajes carcelarios –lástima que no supiese deletrearlos–, pelo esculpido à la gras… En fin, un horror.

El horror salió del coche y le dio sus datos a la Guardia Civil. Nunca supe muy bien qué había pasado; mi único objetivo en aquel momento era regresar a casa.

Pues bien, en la madrugada del pasado lunes me pasó algo muy parecido cuando C & Ch. empezó a perder los papeles y a amenazar, bajo el efecto del popper, las pastillas, el alcohol y la cocaína –a la que, por alguna razón ignota, llamaba perico–, con romperme las piernas. No es que tenga en alta estima mis piernas, pero son las únicas que tengo, de modo que opté por conservarlas y huir…

Y cuando me levanté en mi casa, me di cuenta de que mi dormitorio se había convertido en una réplica a escala cidade dos pequeninos de la Fontana di Trevi. Lo que no consiguió un camello chapero, lo consiguió mi vecina: sacarme de mis casillas. Literalmente.

Hay que joderse…

Tuesday, January 10, 2006

Secretarias

Recuerdo perfectamente lo que me decía mi hermana cuando empecé a buscar trabajo: “Una mala secretaria es sinónimo de un mal jefe”.

La secretaria de mi actual jefe come con la boca abierta y, mientras te replica en el peor estilo s aspirada, te muestra, sin el menor pudor, el bolo alimenticio (un quesito, por añadidura).

Ay, querida C., qué razón llevabas…

Monday, January 09, 2006

Saudade

A raíz del accidente, he recordado un montón de cosas. Sobre todo, lo que más recuerdo –y, sin duda, lo que más he echado de menos en los últimos meses– es el calor de otro cuerpo en la cama. No me refiero al sexo, sino a otra cosa que me gusta casi tanto como el sexo: dormir (en compañía… aunque, a quién quiero engañar, también solo). En fin, el caso es que… Ay, aquel calor, aquella estufita… La homeostasis dichosa…

Es curioso cómo, al final, hasta lo más hermoso se corrompe. Y más curioso aún que, cuando creías que todo estaba ya podrido, surge un brote de la madera muerta.

Monday, January 02, 2006

Vida

Hace exactamente catorce años, mi amigo F. murió. De niño, era mi mejor amigo. En la adolescencia, la amistad se enfrió por un motivo muy concreto: yo era notoriamente marica en una ciudad en la que —creo que ya lo he dicho— por aquella época no había gays, sino maricones. Y yo era maricón. Maricón de los pies a la cabeza pasando por el bolso. F. se apartó de mí. No se lo reprocho. Yo hubiese hecho lo mismo. Cuando eres adolescente, lo último que quieres es que tu mejor amigo sea un apestado. Yo, muy en mi papel (por aquella época, ya había visto Te y simpatía), lo comprendí y me retiré a la cripta de un segundo plano, muy discretamente, esperando en las candilejas a que él saliese del armario de una patada en la puerta.

Me equivoqué. Lo que salió fue de la carretera. Los bomberos tuvieron que arrancarle, literalmente, de un amasijo de hierros. Estaba irreconocible. Aún así, su padre lo reconoció. Su madre, que no tuvo valor para ir al depósito de cadáveres, envejeció diez años.

Mi padre me levantó por la mañana. A las nueve. La noche de antes me había emborrachado. Tenía un aliento capaz de marchitar una flor de plástico. Cuando me lo dijo, mi primer impulso fue llevarme la mano a la boca. Supongo que tenía miedo de que se me fuese a salir algo. Un vómito, el alma… no sé. Me encerré un cuarto de hora en el cuarto de baño. A oscuras. Lo más curioso de todo es que no lloré. Me obligué a llorar, pero era completamente incapaz. Sólo concentrándome mucho, conseguí que una lágrima resbalase mejilla abajo; el efecto era francamente decepcionante. He llorado más viendo La colina del adiós que cuando me dijeron que había muerto mi amigo F.

Mi primer impulso cuando me pasa una cosa así —la muerte— es dar un paseo. De varios kilómetros a ser posible. Eso fue exactamente lo que hice. Me vestí, salí a la calle y, cuando me di cuenta, estaba en las afueras, frente a un árbol en el que, años más tarde, situé el principio de mi tercera novela: el árbol en el que se ahorca la madre de la protagonista. Hice tantos esfuerzos por llorar que me extraña que no me saliera una fístula. No lloré ni tampoco me salieron hemorroides. En realidad, no pasó nada. Volví a casa. Comí y me metí en la cama.

Por la tarde, bajé con mis padres, amigos de los padres de F., al tanatorio. ¡Qué edificio más atroz! Y qué catálogo de visajes, por el amor de Dios… Gente que, en circunstancias normales, no se hubiese molestado ni en escupirme a la cara, me abrazaba hecha un mar de lágrimas.

—¿Cómo estás?

—Tengo ganas de vomitar.

Sigo sin saber si las náuseas estaban provocadas por ellos o por la muerte de mi amigo F. El caso es que mi madre, con muy buen criterio, me sacó de allí, me llevó a casa y me metió de nuevo en la cama. Me tuvo casi tres días a base de caldos y somníferos y eludí como pude el duelo. Años más tarde, varios amigos me han reprochado que no se puede ir así por el mundo: eludiendo el duelo.

—Algún día saldrá por alguna parte toda la mierda que ocultas debajo de la alfombra —dicen.

Supongo que tienen razón. Por el momento, sigo acumulando mierda bajo la alfombra.

Después han venido otras muertes, como la de mi tía P. La noche antes de morir, dormí con ella. Yo venía (borracho) de pasar el día en la calle, bebiendo con mis amigas.

—Anda, ven aquí —me dijo (amarilla, de color pergamino).

Me metí en la cama con ella y me quedé frito. 24 horas más tarde, era ella la que estaba frita. Otros tres días en la cama, en coma, a base de caldos y somníferos.

Adoraba a mi tía P. Y la sigo queriendo. Cuando estoy en un aprieto (pero gordo; no hay que abusar), le pido ayuda. Sé que ella me echa una mano… o varias, como la diosa Shiva. Lo sé. Soy una persona afortunada. Por eso, el otro día, cuando el coche que nos llevaba a Lisboa dio la tercera vuelta de campana, mi único pensamiento, antes de que llegase el silencio, fue: “Ay, tía, ¿y esto es todo?” Pero no lo fue. Dimos otra vuelta más. El coche cayó sobre el lado derecho y se detuvo. El cristal de la parte de atrás se había hecho añicos, que habían volado sobre nuestras cabezas como una lluvia de Swarovski. Mis gafas salieron despedidas por la ventanilla y acabaron en el carril contrario. El parachoques, en la cuneta, parecía la cáscara oxidada de una piel de plátano. Rssssssssssssssssssss… Y poco más. A mis pies, el libro de Cyril Connolly se quedó por la página que estaba leyendo.

¿Esto es todo?

No. Claro que no.

—Te quiero, J. ¿Estamos todos bien?…

Pues sí. Milagrosamente lo estamos. Aunque no gracias a la sanidad pública, bien lo sabe Dios [Cinco años de carrera y dos de especialización para esto: “¿Has perdido el conocimiento?” “Pues no.” “Entonces estás estupendamente…”]. En fin, por mucho que llores —o te impongas la necesidad (ficticia) de llorar—, al final, como Susan Hayward, lo único que quieres es vivir. O algo parecido.