Monday, January 02, 2006

Vida

Hace exactamente catorce años, mi amigo F. murió. De niño, era mi mejor amigo. En la adolescencia, la amistad se enfrió por un motivo muy concreto: yo era notoriamente marica en una ciudad en la que —creo que ya lo he dicho— por aquella época no había gays, sino maricones. Y yo era maricón. Maricón de los pies a la cabeza pasando por el bolso. F. se apartó de mí. No se lo reprocho. Yo hubiese hecho lo mismo. Cuando eres adolescente, lo último que quieres es que tu mejor amigo sea un apestado. Yo, muy en mi papel (por aquella época, ya había visto Te y simpatía), lo comprendí y me retiré a la cripta de un segundo plano, muy discretamente, esperando en las candilejas a que él saliese del armario de una patada en la puerta.

Me equivoqué. Lo que salió fue de la carretera. Los bomberos tuvieron que arrancarle, literalmente, de un amasijo de hierros. Estaba irreconocible. Aún así, su padre lo reconoció. Su madre, que no tuvo valor para ir al depósito de cadáveres, envejeció diez años.

Mi padre me levantó por la mañana. A las nueve. La noche de antes me había emborrachado. Tenía un aliento capaz de marchitar una flor de plástico. Cuando me lo dijo, mi primer impulso fue llevarme la mano a la boca. Supongo que tenía miedo de que se me fuese a salir algo. Un vómito, el alma… no sé. Me encerré un cuarto de hora en el cuarto de baño. A oscuras. Lo más curioso de todo es que no lloré. Me obligué a llorar, pero era completamente incapaz. Sólo concentrándome mucho, conseguí que una lágrima resbalase mejilla abajo; el efecto era francamente decepcionante. He llorado más viendo La colina del adiós que cuando me dijeron que había muerto mi amigo F.

Mi primer impulso cuando me pasa una cosa así —la muerte— es dar un paseo. De varios kilómetros a ser posible. Eso fue exactamente lo que hice. Me vestí, salí a la calle y, cuando me di cuenta, estaba en las afueras, frente a un árbol en el que, años más tarde, situé el principio de mi tercera novela: el árbol en el que se ahorca la madre de la protagonista. Hice tantos esfuerzos por llorar que me extraña que no me saliera una fístula. No lloré ni tampoco me salieron hemorroides. En realidad, no pasó nada. Volví a casa. Comí y me metí en la cama.

Por la tarde, bajé con mis padres, amigos de los padres de F., al tanatorio. ¡Qué edificio más atroz! Y qué catálogo de visajes, por el amor de Dios… Gente que, en circunstancias normales, no se hubiese molestado ni en escupirme a la cara, me abrazaba hecha un mar de lágrimas.

—¿Cómo estás?

—Tengo ganas de vomitar.

Sigo sin saber si las náuseas estaban provocadas por ellos o por la muerte de mi amigo F. El caso es que mi madre, con muy buen criterio, me sacó de allí, me llevó a casa y me metió de nuevo en la cama. Me tuvo casi tres días a base de caldos y somníferos y eludí como pude el duelo. Años más tarde, varios amigos me han reprochado que no se puede ir así por el mundo: eludiendo el duelo.

—Algún día saldrá por alguna parte toda la mierda que ocultas debajo de la alfombra —dicen.

Supongo que tienen razón. Por el momento, sigo acumulando mierda bajo la alfombra.

Después han venido otras muertes, como la de mi tía P. La noche antes de morir, dormí con ella. Yo venía (borracho) de pasar el día en la calle, bebiendo con mis amigas.

—Anda, ven aquí —me dijo (amarilla, de color pergamino).

Me metí en la cama con ella y me quedé frito. 24 horas más tarde, era ella la que estaba frita. Otros tres días en la cama, en coma, a base de caldos y somníferos.

Adoraba a mi tía P. Y la sigo queriendo. Cuando estoy en un aprieto (pero gordo; no hay que abusar), le pido ayuda. Sé que ella me echa una mano… o varias, como la diosa Shiva. Lo sé. Soy una persona afortunada. Por eso, el otro día, cuando el coche que nos llevaba a Lisboa dio la tercera vuelta de campana, mi único pensamiento, antes de que llegase el silencio, fue: “Ay, tía, ¿y esto es todo?” Pero no lo fue. Dimos otra vuelta más. El coche cayó sobre el lado derecho y se detuvo. El cristal de la parte de atrás se había hecho añicos, que habían volado sobre nuestras cabezas como una lluvia de Swarovski. Mis gafas salieron despedidas por la ventanilla y acabaron en el carril contrario. El parachoques, en la cuneta, parecía la cáscara oxidada de una piel de plátano. Rssssssssssssssssssss… Y poco más. A mis pies, el libro de Cyril Connolly se quedó por la página que estaba leyendo.

¿Esto es todo?

No. Claro que no.

—Te quiero, J. ¿Estamos todos bien?…

Pues sí. Milagrosamente lo estamos. Aunque no gracias a la sanidad pública, bien lo sabe Dios [Cinco años de carrera y dos de especialización para esto: “¿Has perdido el conocimiento?” “Pues no.” “Entonces estás estupendamente…”]. En fin, por mucho que llores —o te impongas la necesidad (ficticia) de llorar—, al final, como Susan Hayward, lo único que quieres es vivir. O algo parecido.

1 Comments:

Blogger Manuel said...

Hombre, qué bueno que no pasó del susto. La muerte, cuando no es filmada (bueno, a veces que lo es mucho más en 35 mm), tiende a ser muy vulgar.
Mis mejores deseos para este 2006.

7:42 AM  

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