Tuesday, November 08, 2005

Odio

Cualquier persona en su sano juicio intenta suicidarse al menos una vez en la vida. Cualquier persona en su sano juicio tiene instintos suicidas al menos una vez cada quince días e instintos homicidas una vez cada día (hasta diez veces si trabajas en la calle Fuencarral y tienes que ver un carnaval de horrores paseando impunemente sus creatividades capilares, textiles y cromáticas sin que nadie con un poco de juicio, o sea, en palabras de Ignatius J. Reilly, con un mínimo “de teología y geometría, de decencia y buen gusto” les decapite con toda justicia por atreverse a poner un pie en la calle con esa pinta abominable, atroz). Cualquier persona en su sano juicio quiere al menos una vez al año exterminar a la raza humana mediante un progromo de lo más expeditivo (por ejemplo, las ondas hertzianas de los programas de telerrealidad tipo GH, OT, AR y demás siglas nefandas provocarían tumores del tamaño de melocotones en almíbar en los cerebros de los televidentes; 15 días viendo la tele y listo: a la fosa común). En fin, cualquier persona en su sano juicio se plantea al menos una vez al día la posibilidad de hacer apostasía del género humano y de ese cúmulo de insensateces que los cursis llaman vida y las personas en su sano juicio llaman cadena perpetua. Cualquier persona en su sano juicio quiere matar y matarse.

Yo tomé la decisión muy pronto. Ya lo conté en este blog estúpido y autocomplaciente y no voy a volver a daros la paliza otra vez con la historia de mis intentos de suicidio (soy de la opinión de que no hay que intentar hacer las cosas: si quieres hacerlas, ¡hazlas, coño!). No, hoy os voy a hablar de otra cosa. Del odio.

¿Cuándo empecé a odiar? ¿A odiar de verdad? ¿A odiar como otros aman –o follan–, de manera obsesiva, patológica, brutal, enfermiza, total, enloquecida (y enloquecedora), absorbente, hipnótica, extenuante, dolorosa, cegadora, devota?

A la edad de 13 años. Hasta los 13 años yo quería ser bueno. A los 13 años decidí que ya estaba harto de ser bueno. Hasta el coño. Y cambié. Abracé el odio con el ímpetu de los neófitos. Y desde entonces ha sido mi amigo, mi mejor compañero, mi amante más fiel. Si tuviese que irme a la cama ahora mismo con alguien no lo haría con mis amigos, sino con mis enemigos. Me los follaría a todos. Los mataría a polvos.

El amor es otra cosa. Es como un bálsamo, como una píldora o un copazo –ay, bendito, bendito sea el alcohol–. Pero el odio… Ah, el odio es como un gusano que crece y crece y crece (y sigue creciendo), devorándolo todo a su paso. Cuando abres la boca, ya no eres capaz de escupir un gargajo, aunque te consuma la fiebre y la flema, sino veneno.

¿Y qué odias con tanto encono?, os preguntaréis. Pues, básicamente, os odio a vosotros. Pero, aún más, con una pasión absolutamente cegadora, como el brillo de un espejo sobre los ojos, me odio a mí.

Aunque esto no es nada nuevo. Ya lo dijo en su día otro gran odiador y otro gran borracho: “Hay otra forma de narcisismo que es el odio de sí mismo”. Estoy seguro de que si Jaime Gil de Biedma y yo nos hubiésemos conocido, nos hubiésemos odiado ferozmente.

1 Comments:

Blogger Manuel said...

El odio es el sentimiento más fácil del universo emocional: y por lo tanto el más sincero.
(odio mi olocuencia)

7:38 AM  

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