Thursday, November 24, 2005

Melancolía

La melancolía es un sentimiento –burgués, según mi amiga P., que sostiene que cuando tienes que rebuscar en un estercolero un mendrugo de pan mohoso que echarte a la boca no tienes tiempo de sentirte deprimido; teoría con la que no estoy de acuerdo en absoluto– que se alimenta de sus propias miasmas. Es casi tan repugnante como la autocompasión, otro sentimiento –muy middle-class, en este caso la apreciación es de Jaime Gil de Biedma, pero para el caso es lo mismo– que también se retroalimenta de sus propios excrementos. Mi amiga y esposa, R., tiene también una expresión muy ad hoc para este discurso: “No soy nada partidaria de masturbarme en el dolor”. Yo tampoco. Hay que huir de la melancolía y la autocompasión como de la peste bubónica.

En fin, el caso es que la melancolía, el mal decimonónico por excelencia –en la mujer, se entiende; junto a la fiebre puerperal, supongo–, me fascinó de niño. Lo intenté, lo intenté denodadamente, pero fracasé de manera estrepitosa: era un niño jaracandoso, levemente histérico, con una cierta tendencia a la pluma y ataques leves, cuando recordaba mi intención inicial, de una muy, muy impostada melancolía. Al final, como siempre que mantienes actitudes falsas, terminé asimilándola y pasó a ser verdadera. Como en esos cuentos morales, también del XIX, en los que el protagonista oculta su rostro detrás de una máscara durante tanto tiempo que, al final, le resulta imposible arrancársela (no me explico cómo uno de esos sesudos críticos que aún se toman el cine en serio [Santa Fran, totally agree(pina) contigo: “Si las películas fuesen de tan elevada y grave naturaleza, ¿cómo es posible que las exhiban en lugares donde venden Fanta de limón y palomitas de maíz?”] no ha caído aún en la cuenta de que La máscara, ese horror protagonizado por Jim Carrey, podría estar libremente inspirada en un relato galante de un escritor francés semi-desconocido).

En fin, el caso es que al final adquirí el abominable hábito de la melancolía. Y ahora me revuelvo en sus garras y trato de luchar, pero es inútil. La melancolía me hace cosquillas y yo soy incapaz de aguantar la risa. Y, claro, en mi caso, como en el de la tiíta Tennessee, “la risa ha sido siempre la sustituta del llanto”. O sea, que al final vuelvo al principio: me alimento de mis propias miasmas. Y tan contento (o tan triste).

1 Comments:

Blogger Manuel said...

Hay que rascarle a la herida, pues (¡y dale con las citas!).
Digo, si me dan a escoger entre la melancolía y la oligofrenia, no lo pensaría dos veces.

7:32 AM  

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