Wednesday, November 16, 2005

Pedicura

A veces, los recuerdos no son auténticos. Pueden ser impostados, literarios –llega un momento en que confundes la letra muerta con ese culebrón pésimamente escrito llamado vida (mi teoría es que Dios, además de hijo de perra, es un poco cicatero y ha contratado a los peores guionistas del mercado)–, cuando no directamente falsos; y a veces, pueden incluso ser vicarios: no son tuyos, pero como si lo fueran.

Es el caso de un recuerdo de mi madre. Me lo contó hace años, muerta de la risa, mientras tomábamos una taza de te (porque mi madre y yo tenemos ese tipo de relación materno-filial que comparte recuerdos ante una tetera japonesa). A mí me encantó la historia y la hice mía. Y hoy, ya no sé si fue ella o yo quien la protagonizó.

En la década de los años 40, cuando se acuñó una de mis frases favoritas sobre las viudas de guerra (bonito eufemismo para las viudas rojas): “Tienen una mano delante, otra detrás y la calle para correr”, mi madre era una niña nada mimada en una familia bastante, mmmm, digamos severa. Mis abuelos vivían en una casa, en el casco antiguo de la Ciudad Funeraria; una casa de tres plantas, discreta, con patio y palmeras enanas, y escalera de servicio (porque en aquellos tiempos, la gente bien tenía servicio; hoy lo que tiene la gente bien son deudas; cuanto más bien, más deudas). Pero pasaban la mayor parte del tiempo en casa de mi bisabuelo, un chalé en las afueras –hoy, las afueras de la Ciudad Funeraria es el centro–, con huerto, jardín y piscina.

Una tarde, en una de sus frecuentes visitas, mi madre entró en el salón (de verano), donde estaba tumbada mi tía M., hojeando una revista (americana) en el sofá. Mi tía Margarita es uno de los personajes más fascinantes de mi familia. Jamás la conocí, pero todas las historias que he oído sobre ella indican que era una mujer fascinante. Era cubana y muy estilosa (adicta al new-look mucho antes de que Christian Dior se inventase el new-look una década después; he visto fotos y sé de lo que hablo), y fue la primera mujer de mi tío I., un hombre guapísimo, que era la viva imagen de Clark Cable, bigote incluido.

Mi tío I. Se fue a estudiar una ingeniería en Nueva York a mediados de los años 30, pero cuando estalló la Guerra Civil, se volvió pitando a España para defender la patria del lado de la ley y el orden (los nacionales). Me temo que mi tío, además de guapísimo y pijo hasta decir basta, era también un poco fascista. Pero a mí las ideologías me dan exactamente igual. Habitualmente, cuando me siento en una mesa para almorzar con un desconocido, no le pregunto a quién vota. Soy tan frívolo que sólo me fijo en tres cosas: a) sus zapatos, b) sus uñas, c) su higiene (sobre todo, su higiene).

En fin, el caso es que mi tío conoció en Nueva York a aquella cubana bellísima que vivía en Manhattan, huérfana, cabeza-hueca, con una cuenta saneada y siempre, en cualquier circunstancia, perfectamente vestida, peinada y manicurada –lo de la manicura tiene su importancia–, y se casó con ella.

El caso es que, varios años después, cuando ambos estaban de visita en la Ciudad Funeraria –mi tío y su mujer tuvieron el buen sentido de instalarse en Santander, una ciudad donde ambos se dedicaron a una envidiable vida de holganza y cócteles–, mi madre, con sólo cuatro o cinco años, entró en el salón y se quedó mirando fijamente los pies de mi tía M., que lucía, as usual, unas uñas perfectamente pedicuradas lacadas en rojo.

–Hola, tesoro –dijo mi tía M., con acento criollo–, ¿querías algo?

Mi madre se llevó una manita a la boca, se levantó la parte delantera de su vestido de piqué blanco y, sin apartar la vista de aquellos pies que parecían haberla hipnotizado, respondió:

–Mi madre dice que las mujeres que se pintan las uñas de los pies son unas guarras.

Mi tía M. cerró la revista, se sentó de golpe y, sonriendo a mi madre con expresión ladina, replicó:

–Ah, ¿eso dice?

–Sí.

–Vaya –pausa–, pues dile a tu madre que lleva mucha razón.

Y eso fue exactamente lo que hizo.

Mamá, llorando de la risa, apuró la taza de te, se sirvió otra y me dijo:

–Fue una de las pocas veces en que mi madre me pegó una bofetada. Pobre.

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