Biografías
Siempre me pasa lo mismo. Soy un lector sin criterio, lo mismo que soy un espectador sin criterio y un amante sin criterio. Lo admito, sí: tengo manga ancha (o kimono) para todo. Para los libros, para el cine, para la comida, para la bebida, para los hombres… Para todo, o casi.
Cuando era niño era, en cambio, de lo más intolerante. Con todo. O casi. Con la comida, con la bebida, con el cine, con los libros y con los hombres. Cuando era niño sólo tuve un amigo; el resto de compañeros de clase me parecía despreciable. Hoy día, cuando regreso a la Ciudad Funeraria y les veo en los bares, con sus papadas, sus tonsuras, sus venas necrosadas y sus barrigas, sigo pensado lo mismo: son despreciables. Eso sí, ya no me compensa despreciarles. El odio, el desprecio y el rencor son sentimientos demasiado absorbentes como para desperdiciarlos en objetivos equivocados. Mi capacidad de odio es limitada y tengo que reservarla, como mi capacidad de amar, para la persona (o personas, como en el crimen de los marqueses de Urquijo) que realmente se lo merezca. A partir de cierta edad, uno tiene la cara, la pareja y los enemigos que se merece. Y amigos muertos, claro. Como mi mejor amigo de la infancia.
En fin, el caso es que ahí he dejado a María Antonieta, decapitadita Martínez-Bordiú, como en su día dejé a Anthony Blunt, la señora Parker, la tiíta Tru, las Mitford (todas, tan excéntricas… y tan desgraciadas), Felicidad Blanc… Todos borrachos. Todos muertos*.
*[Estoy deseando morirme para que alguien escriba mi biografía. Será de lo más grotesca.]