Wednesday, February 08, 2006

Pensiones

Ayer me emborraché con mi amigo R., a quien adoro. Esta es una situación habitual en mí (emborracharme, con y sin mi amigo R.). He amanecido con un simpático desconocido en una pensión en la calle Hortaleza. La pensión era de lo peor. De lo peor de lo peor. En fin, el caso es que no es la primera vez que me pasa.

Nada más llegar a Madrid (antes de conocer a mi ex marido, que me retiró de las calles), me emborraché y perdí la memoria… y probablemente el conocimiento. En fin, el caso es que acabé con un abogado coruñés, vestido de abogado –gris marengo de arriba abajo–, en una pensión de la Gran Vía. [Inciso: ay, cómo me gustan las pensiones.] Me levanté y allí estaba, en una habitación que no me sonaba de nada, exigua hasta decir basta –podría haber inspirado a James Purdy–, con el abogadito, en una camita a juego con la habitación. Follamos, claro. Me pareció muy simpático, aunque tenía, eso sí, un poco de halitosis, pero no soy escrupuloso. Jamás lo he sido.

En fin, el caso es que cuando acabamos nos vestimos y salimos muy, muy despacito por un pasillo larguiiiiiiiiísimo en plan ladrón de guante blanco (de satén y hasta el codo). En esas estábamos hasta que salió una hidra de una habitación y, escupiéndonos, nos increpó:

–¡Maricones! ¿Se puede saber a dónde vais?

El abogadito se quedó más blanco que una lápida recién encalada.

–Verá, señora, pues íbamos a…

–¿La calle? ¿Sin pagarme?

Ay, el abogadito. Mucho traje de chaqueta, pero era un canalla. En fin, el caso es que hoy no me ha pasado lo mismo. He salido de la habitación –otra habitación exigua hasta decir basta– y me he encontrado con una alcayata humana, encogidita, la pobre, que me ha dicho, con exquisita gentileza:

–Joven, ¿quiere un cafelito?

–Pues… me encantaría.

Y me ha dado una taza de café.

Encantadora.

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