Tuesday, February 07, 2006

Kimono

Cuando un desconocido se planta en tu casa con un litro de cerveza y un paquete de pipas, eso es amor. Para mí, el amor ha sido siempre algo así como un bolso Prada para Anita García Obregón: una obsesión. El caso es que, cuando llega, mi reacción ha sido siempre estropearlo, hacerlo jirones y, luego, echarle la culpa al resto de la humanidad, por poner un montón de obstáculos (léase chulos) en mi camino.

Recuerdo la primera vez que un desconocido se plantó en mi casa, armado del pack-love: litrona avec pipas. Se me pusieron los pelos como escarpias. Sobre todo, porque al parecer no era un desconocido, aunque mi memoria, tan selectiva –y tan sabia–, había decidido relegarlo a lo más profundo de lo más profundo del pozo negro de la amnesia.

Me bebí la cerveza de un trago y escapé con un excusa bastante demencial que, como toda excusa demencial, podría haber sido verdad (es algo que la vida me ha enseñado después: la realidad supera al porno siempre).

En fin, el caso es que me ha vuelto a pasar. Cuando un desconocido se presenta en casa y lo primero que te dice es: “Tengo el chirri un poco escocío, pero no importa… ¡Cómemelo!” (en un tono, por otro lado, entre perentorio y gutural, a medio camino entre un pastor de cabras tibetanas y una cabaretera-carne-de-pólipo), supongo que a eso se le puede llamar amor. O algo parecido.

En fin, el caso es que mi primera reacción fue salir pitando. Pero tengo poca fuerza de voluntad… Y, además, la mezcla de pastor de cabras y cabaretera me resulta francamente irresistible. O sea, otra vez vuelvo a caer en el pozo de las víboras.

Jesús, qué cruz tengo con esto de tener manga ancha con los hombres. O no. Directamente un kimono.

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