Wednesday, June 28, 2006

Stop

Siento mucho haber dado una impresión equivocada. Quien no me conozca, seguramente pensará, a tenor de lo que he escrito en las últimas semanas, que soy un plomo, todo el santo día compadeciéndome de mí –detesto la autocompasión– mientras me quejo por esto y por aquello. Sí, fui un niño muy llorón –descubrí las virtudes de un buen llanto, copioso, liberador y decididamente muy embarazoso, a muy temprana edad–, pero jamás lloro en público. ¿Inhibido? Pues sí. Lo reconozco: soy un firme partidario de las inhibiciones. La espontaneidad debería estar prohibida. Pero prosigo.
Puedo ser un pelma (sobre todo antes de la hepatitis, cuando podía beber… aunque realmente era mucho más pelmazo cuando ya no podía beber más), pero no soy nada, pero nada, de llantos, de montar números, de dar la brasa con mis problemas –soy muy hermético con mis miserias (aunque nadie lo diría, ¿a que sí?)– ni de quejarme por lo humano y lo divino. Quejarme, no suelo quejarme; ahora, criticar… Tú dame un minuto, un martini –antes, tesoro, eso era antes– y soy capaz de hacerte un traje con jirones de tu propia piel. En fin, que si hay algo que aborrezco por encima de todo, por encima incluso de las mechas y la mala educación, es LCQ (La Cultura de la Queja). Esa gente que está todoelsantodía quejándose de esto y de lo otro y de lo de más allá… No puedo con ella. Stop a la cultura de la queja. Y a la de la mecha también, si vamos a eso.

Wednesday, June 21, 2006

Fracaso

“Mi gran fracaso es no haber podido proporcionarle una familia a mis hijos”.

Me encanta Concha Velasco. No sé si dará las entrevistas borracha o no. No tengo la menor idea. Lo que sí sé es que da una entrevistas espléndidas, a tumba abierta. Con esa voz cazallera, igualmente espléndida, y una sonrisa pétrea, aprendida a base de hostias –“Es una lástima que la vida te enseñe a tortazos, ¿verdad?”-–, es capaz de contarte las cosas más terribles sin que se le altere el gesto:

“Es que yo nunca he sido niña. Hice la comunión con un vestido arrugado directamente sacado de la caja… de la caja de muerta de mi prima. Consuelito se llamaba…”

Y recuerda a su familia, a su madre, a su padre –“¿Si tuviese que escribir un libro sobre mi vida? Uy, yo escribo mucho. Me sirve de terapia. En España, ¿quién no escribe? ¿Quién no ha escrito una novela, una obra de teatro, un guión…? Es tan típico. Sí, escribir me encanta. Si escribiese un libro de mi vida se llamaría La hija de Pío”– y la voz se le vuelve a ahogar en lágrimas. Me da exactamente igual si tiene resaca o no, a estas alturas de la película ya sé que las lágrimas derramadas después de una botella de whiskazo son tan sinceras (o más) que las derramadas tras una copita de agüita del carmen. Y me emociono.

Me encanta Concha Velasco precisamente por eso. Porque siempre consigue emocionarme cuando interpreta su mejor papel: ella misma. Una mujer fracasada, que (no) ha aprendido a base de hostias, de desahucios, de copas, de desgarros, de resacas y de remiendos; una mujer que, mientras te cuenta sus miserias –“Es que mi madre murió sola, ¿sabes?, y a mí me da terror morirme sola”–, te ofrece su mejor sonrisa.

Me recuerda un poco a Lola Herrera en Función de noche (“Nunca he tenido un orgasmo. No sé lo que es eso”) y, salvando las distancias, a mi madre hablando de mi padre o de nosotros (“Nunca me han gustado los niños. Cuando los tienes, claro, los quieres… Es tu obligación”); en cierto modo, también me recuerda un poco a mi hermano (“Vivir contigo es un infierno”) o a mí (“No sé… No siento nada hacia ti”).

Al final, en cuanto escarbas un poquito, todos llevamos un fracaso a rastras. Pero, ay, qué pocos saben contarlo con una sonrisa.

Tuesday, June 20, 2006

Lágrimas

Imposible recordar la primera vez que lloré (no tengo recuerdos prenatales, ni, como mi madre, me atrevo a afirmar que recuerdo la agonía de trepar por la vagina materna hacia la luz; la naturaleza, tan generosa conmigo en cuanto a traumas de la más variada índole, me ha ahorrado ése, afortunadamente), pero sí la última. Fue el domingo pasado, en el cine –me encanta llorar en el cine–, viendo La condesa rusa, de James Ivory –me encanta James Ivory–, justo cuando a la tía solterona, fea y desabrida le arrebatan a su sobrina y ella se pone a berrear como una bestia en el matadero (sé cómo grita una bestia en el matadero: estuve en uno… y vomité). No sé si lloré por ella o por mí. Bueno, qué tontería, sí que lo sé. Lloré por mí. Y por la persona que estaba a mi lado. Y por lo que no pudo ser…

Thursday, June 15, 2006

Decepción

Al final todos te decepcionan. Tu mejor amigo, tu amante, incluso tu mismo; principalmente, tú mismo. Llega un día en que te decepcionas de un modo u otro: por cobardía, por crueldad, por miedo… Es una pena, pero así es.

Yo me decepcioné [iba a decir a mí mismo, como en una mala traducción] a muy temprana edad. Fui cruel, “innecesariamente cruel, el peor pecado”, añadiría la tiíta Tennessee.

Mi abuelo murió cuando yo tenía tres años. Es uno de mis primeros recuerdos. Él estaba sentado en el sofá de casa, aquel sofá que recorría la pared de lado a lado y recorría una esquina del cuarto de estar –no, no era aquel sofá; es lo que tienen los recuerdos, al final terminan siendo como un palimpsesto–, con un batín de seda burdeos (“Mi padre era un dandy”, es una de las antífonas favoritas de mi madre), las piernas –delgadiiiiísimas– cruzadas, enfundadas en franela gris, a juego con unas pantuflas de color humo. Por aquella época, mi abuelo ya estaba muy enfermo. Una radiografía del espigado hombre que fue, juncal y, en sus últimos años, liofilizado.

–¿Puedes subir el volumen?

[He estado a punto de escribir: “¿Puedes traerme un vaso de agua?”, pero desafortunadamente, no es así como lo recuerdo: “¿Puedes subir el volumen (de la tele, claro)?” es bastante más prosaico, pero me temo que más verosímil. La memoria, además de mentirosa, es una hija de perra].

Fue como si me hubieran marcado con un hierro candente. Me di la vuelta y, con tres añitos (tal vez menos), repliqué:

–No soy tu criada. Súbelo tú.

Es el único recuerdo que tengo de mi abuelo. Y la primera de las muchas veces en las que me he decepcionado.

Tuesday, June 13, 2006

Sales

¿Por qué me fascinan los ricos? Porque, como dice Gloria Grahame en Los sobornados, “he sido rica y he sido pobre; y, créeme, ser rica es mejor”. Pues sí, Gloria. Amén, hermana.

La verdad es que, desde que tengo (algo parecido a) uso de razón, la riqueza no sólo me fascina. Me obsesiona. No tanto ser rico (yo), como La Riqueza, Los Ricos y Sus Símbolos, Señales y Códigos. Al final, como todo niño advenedizo –lectores advenedizos del mundo, NO sigáis leyendo–, no conseguí nada, excepto tal vez hacer el ridículo.

Acabo de terminar un ensayo maravillosamente insustancial sobre el tema, Historia natural de los ricos, que ha venido a confirmar lo que sé desde hace tiempo, más o menos, como dice otra actriz (Celeste Holm) en otra película (Eva al desnudo), “dejé de llevar pololos”. Los ricos no son diferentes, como creía Fitzgerald –pero tienen más dinero, repetirán como papagay(o)s los incondicionales de ese gran farsante llamado Hemingway–; pero, ay, los pobres lo son. Y mucho. Son de otro planeta. Un planeta bastante más feo.

Vamos, que estoy en venta.

Wednesday, June 07, 2006

Lombrices

El topo europeo es el equivalente de Jeffrey Dahmer en el reino animal. Son capaces de almacenar vivas a sus víctimas en casa, para devorarlas en lo más crudo del crudo invierno. De un mordisco, decapitan limpiamente a las lombrices, las dejan comatosas, se las llevan a su fresquera, excavada en las paredes de casa, y allí las guardan, tras hacerles un nudo. Un biólogo encontró una vez más de 1.800 lombrices vivas en la madriguera de un topo; pesaban algo más de dos kilos.

Me temo que, mal que me pese, soy mucho más parecido al topo europeo que a Jeffrey Dahmer. En mi caso, he sustituido a las lombrices por recuerdos, pero el resultado es el mismo: casi dos kilos de lombrices (casi) muertas. Y lo que es peor: por mucho que trates de construirte una personalidad (y una memoria ad hoc), al final lo que realmente pesa son los primeros recuerdos.

Afortunadamente, no estoy hablando del útero materno. Uno –esto de uno me recuerda a Andres Trapiello– está preparado para un montón de cosas, pero para eso… Para eso uno no está preparado nunca.

Thursday, June 01, 2006

Scoop

[¡¡¡¡Exclusiva!!!!, patrocinada por Smirnoff:

KK, o sea, CC, o sea, Carmen Calvo, ingresada para una intervención ginecológica de urgencia –no me extraña, guapa– el mismo día en que La más grande estira la pata. Qué operación más oportuna, ¿no, querida?]

Ayer, cenando con unos amigos, me acordé de una entrevista que tuve que hacerle a esa réplica cordobesa de un teletubbie llamada Carmen Calvo. Hablábamos del coeficiente intelectual de la ministra, equiparable al de una chirla –no hay misoginia en mi apostilla: me refiero al molusco–, cuando la vi ante mí, hace tantos años. Prometía –prometer es una de sus especialidades; localizar a un cámara, aunque esté en medio del desierto, otra– una sarta de disparates con esa vocecita que Dios, en su infinita maldad, le ha dado, cuando, en medio de su demagógico discurso, sonrió y dijo levantando las manos:

–¿Has visto que pequeñas?

Me quedé de estuco. “¿Y esta señora es consejera de Cultura (con C de Carmen, con C de Calvo, con C de Caspa, mayúscula)?”, me pregunté. Pues sí. Lo era. Y unos años después, resulta que también es ministra de Cultura con una C muuuucho más grande. Y, como a Dios, en su infinitísima maldad, le gustan tanto las paradojas, a lo grande le sigue lo pequeño, lo minúsculo. Pues eso: su coeficiente intelectual.