Friday, September 30, 2005

Pisazo

–Y tú, rey, ¿qué quieres ser de mayor?

La amiga de mi madre, una mujer elefantiásica que, en sus ratos libres, se dedicaba a tener hijos por distintos canales –naturales y antinaturales–, se inclinó sobre mí como una gárgola sobre Esmeralda la Cíngara (versión Yvonne de Carlo & Charles Laughton) y abrió su boquita pintada de un rosa untuoso.

–Papa.

La mujer con elefantiasis dio un respingo y miró a mi madre con gesto torvo.

–¿Sin tilde?

La mujer con elefantiasis, además de ejercer de paquiderma y madre en sus ratos libres, era maestra. De Lengua. Esa que usaba, por ejemplo, para poner a parir a sus alumnos.

–¿Y eso?

Mi madre me tiró del brazo y, mirando fijamente a aquella mujer(zuela), me animó a hablar:

–Anda. Díselo… Díselo…

Abrí mi bocaza (mucho antes de Julia Roberts, yo ya tenía una boca del tipo XXL) y, con voz de falsete, dije:

–Es que me he enterado que el Papa vive en el Vaticano.

–Sí –mi madre sonrió, satisfecha–, el niño ha salido a mí. Le encantan los bienes inmuebles.

–Ya.

En aquella época yo debía tener cinco años. Pero, vamos, para el caso es lo mismo: me siguen flipando los bienes inmuebles.

Wednesday, September 28, 2005

Fobia

Aborrezco los colores pastel, una gama cromática que a la memoria le encanta (además de hija de puta, la memoria tiene un gusto execrable). En fin. Supongo que debe ser la edad. Cuando era niño (un niño mariquita, mariquita, mariquitísssssima) me gustaban los colores pastel. Recuerdo que mi hermana mayor compraba una revista femenina, Dunia, que era una acérrima defensora de los tonos pasteles. Pero a muerte: cuanto más pastel, más femenina. Pero –ay– el tiempo pasa y hoy, cuando veo en la calle a una mujer vestida en tonos pastel, me entran unas ganas prácticamente irrefrenables de arrojarla a una cámara de gas.

¡Guerra a los colores pastel!

Thursday, September 22, 2005

Grande

¿Renacimiento o barroco? Renacimiento.

Cuando era pequeño aspiraba a ser elegante. Y, claro, prefería el Renacimiento. Mi edificio favorito era la catedral de la Ciudad Funeraria, el único edificio digno de ser salvado en una ciudad que debería ser aniquilada por la ira divina (aunque, en honor a la verdad, la Ciudad Funeraria dista mucho de ser Sodoma).

Aún recuerdo cuando mi profesor de Arte me dio la primera clase en cuarto de ... –no diré las siglas: me delatan– sobre el Renacimiento. Me quedé fascinado. Al fin un poco de oxígeno en medio de una educación infame, presidida por los ríos, las capitales, los números y otros enigmas que a mí jamás me han interesado lo más mínimo. Después vinieron la Contrarreforma, el manierismo, el barroco y el neoclasicismo. Nunca llegamos más allá del siglo XVIII. Yo, por mi cuenta y riesgo, he llegado al XIX. Y allí me quedé.

Pero me he liado la manta a la cabeza, como en el anuncio de Sunsilk –otra referencia generacional que me delata–, y me he desviado de mi intención inicial.

¿Renacimiento o barroco? Barroco.

Es privilegio de las mamarrachas equivocarse. Y yo soy muy mamarracha. Podría escribir un libro sobre el género. Bueno, pues sí. Pero también es privilegio de las mamarrachas rectificar. Y lo hice. Descubrí el barroco. Tarde. Pero allí estaba: esperándome con las volutas abiertas.

Hoy, entre renacimiento y barroco, prefiero el barroco. Dónde va a parar. Un ejemplo: “El sistema de pequeñas y grandes partes es la alegría del Renacimiento. Lo que es pequeño prepara lo que es grande, al contener de manera ejemplar la forma del conjunto (…) El barroco sólo crea lo grande”.
Heinrich Wölfflin, Renacimiento y Barroco

Pues eso, yo, ante todo –como Rocío Jurado–, soy muy español. O sea, burro grande, ande o no ande. Cuanto más grande, mejor.

Wednesday, September 21, 2005

Esputos

Hay una primera vez para todo. Para nacer. Para morir. Para follar. Para matar. Para todo. Hay una primera vez para casi todo. Para iluminarte la cara con unas mechas –¿quieres iluminarte la cara?; pues hazlo con un lanzallamas, puta, pero no salgas con esos pelos a la calle–. Para pintarte como una mona. Para ponerte unos pantalones cargo ¡con bota vaquera! Para no hacerte la manicura. Para llevar bisutería de plástico como quien lleva el vellocino de oro desollado sobre los hombros. En fin. Para todo.

Para lo que no hay tiempo, o no debería haberlo jamás, es para decir cosas como: “¿Dinero? No, yo no hablo de dinero. Eso me parece una ordinariez”. Hablar de dinero es muy ordinario. Pero, os lo aseguro, es bastante más ordinario llegar al cajero automático con el alma en un ay porque no sabes si lo que van a salir son billetes o un esputo.

Y esto me lleva al recuerdo de hoy: la primera vez que me escupieron en plena calle. Fue en la Cuesta de San Vicente. Yo acaba de salir del cine, de ver una película británica de época con mucha ceja alzada, mucho lamé y grandes, ingentes cantidades de epigramas. Una película cuyo título hoy ni siquiera recuerdo. En fin, el caso es que bajaba la cuesta hablando solo (que es algo que me encanta, porque hace un efecto muy lunático, que le va fenomenal a mi guardarropa), y pasó un negro. Y, sin mediar palabra, abrió la boca y me soltó un escupitajo en plena cara.

Y no me gustó.

En fin, el caso es que hoy, cuando me encuentro con una corte de los milagros, compuesta por seres que parecen escapados de un friso gótico –por ejemplo, una alegoría de la avaricia–, que pretende hacerme la luz de gas por una cuestión de dinero –qué ordinario el dinero, sí: ¡qué ordinario!–, me siento exactamente igual que aquella noche. Como si me hubiesen escupido a la cara.

Y no me gusta.

Monday, September 19, 2005

Amigo

Tuve la primera resaca a edad tardía. Qué maravilla. Qué espanto. Me duró tres días. Tres días en los que no pude probar bocado porque todo lo vomitaba. Tres días en los que la cabeza me reventaba; una completa vesania. Tres días en los que mi madre torció el gesto hasta tal punto que un extraño podría haberla tomado por Mari Trini. Tuve la primera resaca a edad tardía. Pero, ay, desde entonces… Desde entonces el alcohol nunca ha dejado de ser mi amigo.

Thursday, September 15, 2005

Electra

…Pero también estaba enamorado de mi padre. Siempre he odiado el fútbol. Lo aborrezco. Desde que era niño los deportes me han provocado erisipela. Me parecen embrutecedores, antiestéticos y, lo peor de todo, solemnemente aburridos. Después he descubierto que mis intuiciones infantiles eran de lo más certeras. Los deportes en general, y el fútbol en particular, sacan lo peor de la gente. Como los coches.

En fin, el caso es que, a pesar de mi aversión al fútbol, me encantaba sentarme sobre la barriga mi padre y quedarme traspuesto mientras él veía el fútbol y yo escuchaba los latidos de su corazón (años después, repetí estampa con mi ex marido –lo siento por Freud, pero no necesito una sesión de psicoanálisis para que un botarate vestido de tweed me diga que lo que busco en mis relaciones con los hombres es un padre; eso ya lo digo yo: lo que busco en mis relaciones con los hombres es un padre, un padre con un patrimonio–, con la pequeña excepción de que él no veía un partido de fútbol, sino que leía un libro). La voz del locutor en una era previa a José María García, el rimo acompasado de la respiración de mi padre, el olor a colonia de caballero y a tabaco, las imágenes distorsionadas de aquellos hombres jibarizados en microshort… La mezcla resultaba narcótica. Yo me quedaba como un tronco sobre las tetas de mi padre –ojo: mi padre no era travesti, sino deportista, que conste– y me despertaba a la mañana siguiente, en mi camita.

Nunca me interesaron ni las reglas, ni la mecánica, ni las técnicas, por muy algebraicas que fuesen, ni nada de nada relacionado con el fútbol. Me interesaba mi padre. Y su barriga. Después, naturalmente –otra vez, Freud, te tomo prestadas tus palabras sin el menor pudor (no hay nada como quitarle la palabra de la boca al maestro de turno)–, tuve que matar al padre. Pero ésa es otra historia.

Wednesday, September 14, 2005

Edipo

Tenía cinco años cuando le vi el culo a mi madre. Fue un trauma (con T de Telva), que sospecho me ha marcado hasta toda la vida. Si fuese uno de esos insufribles y relamidos sodomitas del grupo de Oxbridge, diría que fue “como si una mano descorriese el velo del tabernáculo y contemplase de pronto un insufrible vacío”. Afortunadamente, la sodomía me ha llevado por otros derroteros: Oliver Messel me parece simpático, pero jamás viviría en una casa diseñada por él (entre otras cosas, porque no soy la princesa Margarita; ni Madrid, Mustique).

En fin, el caso es que estábamos en los vestuarios del Club de Campo , parloteando a través de la puerta, mientras ella se cambiaba para bajar a la piscina. Yo me agaché, no recuerdo por qué, y allí estaban sus nalgas, blancas (por no decir lechosas), periformes, infames, pecaminosas… La desnudez era un tabú para mí. El Tabú. No había visto un cuerpo desnudo en mi vida. Y me pareció repugnante.

Años después, cuando me enfrenté a la aún más traumática experiencia del sexo, lo primero que me vino a la cabeza fue aquel culo y el lunar que coronaba, impúdicamente, la nalga derecha (lunar que, curiosamente, he heredado yo). Fue una sensación muy similar, la de estar marcado, como Caín o Liz Taylor, con un estigma invisible pero indeleble, como las marcas de agua. O de fuego.

Y como la memoria es tan, pero tan hija de puta, en cuento he escrito esto me ha venido a la cabeza una cita acerca del sexo: “Lo uno parece una herida abierta; lo otro, un trozo de carne desollada”.

Estuve sin poder mirarla a la cara durante 15 días. Y lo que es peor: dejé de estar enamorado de ella desde ese momento. Algo se había corrompido. Yo.

Monday, September 12, 2005

Cine

Mi primer amor fue Katharine Hepburn. Hablaba como ella, enarcaba la ceja derecha como ella –lo sigo haciendo–, incluso levantaba el mentón en mis nada infrecuentes momentos de reina del melodrama como ella (en Locuras de verano, por ejemplo, se pasa más de la mitad de la película con el cuello dislocado; en la última escena, cuando se despide de Rosanno Brazzi, realmente parece un flamenco). Pero no era como ella. Era un mamarracho.

Mis compañeros de colegio, siempre tan encantadores –y tan perspicaces–, se dieron cuenta rápidamente de que, en realidad, aquello no era amor. Era narcisismo.

En la actualidad, la palabra maricón me parece fascinantemente camp; con mucho, la prefiero a gay, término morigerado (y eufemístico) donde los haya. Con cinco años, la palabra maricón no me parecía fascinantemente camp –ni siquiera yo era tan mariquita como para escribir “fascinantemente camp” a tan tierna edad, a pesar de que tres años después escribí un ensayo bastante delirante sobre El fantasma de Canterville, que rápidamente llamó la atención de mi tutor–; con cinco años, por muy duro que seas –y yo nunca lo he sido (de la escuela Katharine Hepburn no pasé a la Robert Mitchum, sino a la academia Bette Davis)–, la palabra maricón era como una hostia en plena cara. Gracias a Dios, las hostias te curten. Hoy, tengo la cara más dura que un cinturón de cuero. Es más, si me dan a elegir prefiero, pero, vamos, como de aquí a Lima, que me den una hostia a que me comparen con la divina Kate. Qué fatiga.

Thursday, September 08, 2005

Novelas

Mi primera novela la escribí con 12 años. Se llamaba El canto del cuco y la acabé nueve meses después. Tenía 194 páginas y era un policíaco al más puro –purísimo– estilo Agatha Christie (con once años me había leído la colección Molino al completo). Sólo tenía una nota peculiar, un guiño íntimo: los protagonistas eran mi familia. Al final de la novela, de las ocho hermanas de mi abuela sólo quedaban un par de hermanas, bastante desequilibradas, y ella; el resto habían sido asesinadas en las circunstancias más disparatadas (tenía 12 años y mi imaginación, más que febril, era decididamente macabra… y barroca, muuuuuy barroca).

En fin, el caso es que no hace falta ser un lince para darse cuenta de que, ya por aquella época, las relaciones con mi familia no eran precisamente idílicas. Una especie de inhibición freudiana de manual me impedía cargarme a mi propia familia sin sentirme un poco culpable, de modo que tiré por la calle de en medio: me cargué a toda la generación anterior de la rama materna (la paterna no he interesado jamás, básicamente por una cuestión de esnobismo) y me quedé tan ancho. Aún recuerdo cuando puse la palabra Fin. Fue como un orgasmo. Miento. Fue mejor que un orgasmo. Mucho mejor.

La segunda novela fue un híbrido, bastante fallido, entre el género policíaco y la escritura automática, hiperbólica y esdrújula. ¿Por qué poner cuchitril, incluso chiribitil, cuando puedes echar mano de una palabra tan sonora –y tan rematadamente cursi– como ergástula? Eufonía al poder, por encima de la coherencia y el decoro. En fin, era una novela abominable. Tardé un año y medio en excretar aquella cosa y, cuando al fin la acabé, parecía más una colcha de patchwork que una novela. Execrable.

La tercera… Ah, la tercera. Un folletín –era mi época gótica– con ribetes de… ¡Ivy Compton-Burnett! Chúapate esa, Teresa (Viejo). Una cosa informe, sin el menor sentido, sobre una serie de matrimonios invitados a pasar una temporada en el campo por una especie de rico de pueblo que vivía en pecado con su sobrina, un angelito que al final resultaba ser una mala puta. Algo sencillamente atroz. Unos diálogos… En fin. Purulento. No, peor: malo, rematadamente malo.

Ahora estoy releyendo la última, que empecé a escribir hace casi diez años y terminé hace ya la friolera de dos y medio y que… Santo cielo, qué rematadamente marica puedo llegar a ser escribiendo. He cogido el bolígrafo del no y he empezado a tachar y tachar (y tachar); los folios parecen la cara de una estrella de cine antes de pasar por el quirófano. Y el caso es que, entre tanta y tanta bazofia, tiene cierto encanto. Un encanto algo añejo, claro –no estoy tan ciego–, pero, bueno… Digamos que cada día soy más fan del cine mudo. Ya veremos.

Wednesday, September 07, 2005

Jamacucos

La primera vez que vi la aleta del monstruo tenía siete años. Venía directamente hacia mí, a velocidad de vértigo y sin vacilaciones. Zas. Zas, zas, zas. Todo, absolutamente todo, me parecía horrible; mirase donde mirase, lo único que encontraba era fealdad. Fealdad y miseria. Y mentira. Y falsedad. Y crueldad (inncesaria). Y un cúmulo de excrecencias que la gente se empeñaba en llamar vida. Un horror. Cerré los ojos y me dejé llevar.

Fue la primera vez que intenté suicidarme. Como mi padre era médico, era superfácil acceder al armario de las medicinas. Lo que es bueno para Marilyn es bueno para mí, pensé, mientras abría la puerta corredera del botiquín con innecesario sigilo. Como ya he dicho, era un niño muy aficionado a los colores chillones (mi etapa colores pastel llegó un año después) y a los gestos no menos chillones à la Katharine Hepburn. Me tragué 42 pastillas y esperé a que hicieran efecto.

Y lo hicieron. Estuve vomitando durante tres días. Mi madre estaba extrañadísima. “A este niño le ha sentado mal la cena; es que no me lo explico, si estaba buenísima…”, dijo. “Ha tomado demasiado sol”, replicó mi tía, en calidad de ATS diplomada. “No tengo ni la menor idea de lo que le pasa, pero es asqueroso. Mira, mira la bilis. Por Dios, qué mal huele”, dijo mi padre, agitando un barreño de plástico verde un tanto baqueteado (ha estado en casa antes de que yo naciera y ahí sigue).

No me morí, claro. Nunca llegaron a saber lo que me pasaba y yo me guardé muy mucho de explicar las misteriosas causas de mi gastroenteritis. Había elegido las pastillas más llamativas –rosas y naranjas, burdeos y unas cuantas cápsulas blancas y verdes–, que como todo el mundo sabe no son letales. Las que te dan el matarile son las blancas, las más pequeñas y pulvurentas. Las de colorines suelen ser complejos vitamínicos, o pastillas para eliminar el dolor de cabeza (Analgilasas, a las que tengo tanto cariño, de un rosa chicle), o para la gripe, o para el reúma (las burdeos)… En fin, que la muerte –la muerte química, se entiende– no es nada, pero nada fan de Ágata Ruiz de la Prada. Puestos a elegir modeli, la muerte prefiere a Dries Van Noten.

También yo. Para mi próximo cumpleaños se admiten mortajas Van Noten. O imitaciones tubulares de Eileen Gray; nada de ataúdes al uso.

Un consejo: si vas a suicidarte, hazlo con estilo.

Tuesday, September 06, 2005

Negros

No vi a un negro hasta que no tuve siete años. Crecí en una ciudad en la que llovía ceniza ( no, no crecí en Dachau… aunque tenía muchos puntos en común con aquel campo de recreo), donde no existía la inmigración. Teníamos dos inglesas o tres, capitaneadas por Bettina, una borracha que regentaba la única academia donde te daban clase nativas; un chino, dueño de un gimnasio no de un restaurante (no lo hubo hasta que tuve doce o trece años); un par de personajes de lo más excéntrico de piel aceitunada y nacionalidad incierta; pero negros no. No había negros en la ciudad cenicienta.

Un verano, mis padres alquilaron un apartamento en la playa. Cuando llegamos, estaba hecho una pena. Había mierda para parar siete trenes. Mi madre se puso frenética (cuando era pequeño, el frenesí era el estado natural de mi madre).

–¡Qué horror! Mira esto –decía agitando una bayeta negra como el carbón (cinco minutos antes, era de color blanco)–. Ya me lo habían avisado…

–¿El qué? –preguntó mi padre, con el periódico bajo el brazo.

–La dueña me dijo que le había alquilado el piso a una familia de negros –y salió al balcón a azotar los cojines con un ímpetu que, retrospectivamente, me atrevería a calificar como vagamente sexual–. Son todos unos guarros. Unos cerdos, sí, señor, eso es lo que son…

En pleno paroxismo xenófobo, un niño guapísimo –guapísimo y negro– se asomó al balcón de al lado y me sonrió. Inmediatamente salí al rellano, él también y nos hicimos amigos íntimos sin mediar palabra.

No recuerdo cómo se llamaba ni me importa. Lo único que recuerdo es que pasamos quince días de lo más simpáticos en la piscina, con su hermana pequeña y su madre, una mujer delgada como un huso y también muy guapa.

Al final del verano, yo estaba tan moreno que parecía también un poco mulato. Nunca más le he vuelto a ver.

Después me he acostado con negros. Pero, francamente, no es lo mismo.

Monday, September 05, 2005

Dios

Contrariamente a mucha gente de mi entorno, yo sí creo en Dios. No soy agnóstico, ni mucho menos ateo. Yo no albergo la menor duda: Dios existe y es mi enemigo.

Para mí, la religión nunca supuso un trauma. De niño, todo el folclore –o la imaginería– generados por la Santa Madre Iglesia no me desagradaban en absoluto: las parábolas del Nuevo Testamento, las imágenes edulcoradas de la Virgen y el Sagrado Corazón, las voces melifluas de mis tutores, consagrados a la Virgen con una pasión insana… Todo me encantaba. Todo. La verdad es que la religión me proporcionaba una gusanera bastante confortable en la que rumiar una personalidad decididamente horrible: santurrón, relamido, con una histérica propensión a las lágrimas, redicho… En fin, un niño abofeteable. Un niño abofeteable y con pluma. Un niño al que hoy no me molestaría ni en escupir a la cara.

Afortunadamente, llegó la primera comunión. Por aquella época, ya había empezado a darme cuenta de que… En fin, digamos que mis relaciones con Dios habían empezado a dejar de ser idílicas. Aparecieron las primeras grietas en el velo del templo. Por ejemplo: dejé de besar el divino juanete de un Cristo torturado con macabro hiperrealismo, que colgaba en el lateral de la capilla del colegio, porque súbitamente empezó a repugnarme mezclar mi saliva con la del resto de mis compañeros (no contento con ser un niño impresentable y pusilánime, era también enfermizamente escrupuloso).

Después, empezaron los chantajes. Ya que Dios esperaba de mí nada menos que la santidad, podía darme algo a cambio. No pedía demasiado –nunca he pedido demasiado–, pero jamás, ni una sola vez, atendió una sola de mis plegarias. O sea, no contento con ser un monstruo de sadismo cósmico, era un cicatero universal. Como rata que soy –siempre he sido muy mirado con el dinero; me educaron en un régimen espartano muy, muy middle class–, siempre he aborrecido la tacañería (ajena): quien es miserable con el dinero es, por definición, miserable con todo lo demás. En fin, el caso es que Dios me decepcionó… una vez más.

Educarte en un colegio religioso te vacuna para toda la vida contra la religión. Especialmente, durante la adolescencia. Seguía creyendo en Dios y odiándole con toda mi alma. Pero aprendí a mentir. Es una de las cosas que más le agradezco a la Iglesia Católica, su excelente enseñanza en materias tan esenciales para la supervivencia como el odio, la hipocresía o el rencor. Si sobrevives a una infancia y una adolescencia en un colegio católico, puedes sobrevivir prácticamente a cualquier cosa. Los protestantes creen que la confesión es un chollo, que basta con reclinarte y farfullar un par de frases hechas para que el cura, automáticamente, te dé el perdón sin pedir nada a cambio; algo así como una reconciliación automática con Dios. Mentira. No te reconcilias con Dios. Dios no se reconcilia con nadie. Dios tiene la memoria –y los tobillos– de un elefante.

En fin, el caso es que dos o tres meses después de la Primera Comunión –otro día hablaré del modeli que me compró mi querísima mamá; sólo diré que parecía Camilín– decidí que la misa y la hostia no eran lo mío. El cuerpo de Cristo no me llamaba tanto la atención como otros cuerpos, aunque aún no me atreviese a expresarlo en voz alta. Entre una vida de contemplación y santidad y una vida de corrupción y de pecado, yo, definitivamente, me quedaba con el pecado. Al fin y al cabo, tal y como escribí en aquella época, “entre el Cielo o el Infierno, yo prefiero el Infierno. No hay color”.

Estaba equivocado, claro. Con los años te das cuenta de que, en realidad, el Diablo es otro botarate. Y el infierno (en minúscula), una filfa.

Friday, September 02, 2005

Edad

La primera vez que cumplí 18 años no fue, ni mucho menos, la primera vez que cumplí 18 años. Cumplí 17 años dos años seguidos, de modo que cuando cumplí 18 ya tenía 19 (o 20, no recuerdo). O sea, en realidad jamás he sido mayor de edad. Eso sí: desde entonces he podido votar, acostarme con un montón de gente, beber muchísimo y hasta comprarme un zulo (por el que ahora estoy como estoy: en la puritita ruina).

La edad es una de mis muuuuuuuchas obsesiones. Tengo todo un catálogo de ellas. Si alguna no me gusta, no hay problema: basta con pasar página y aparece una nueva, flamante, como recién acuñada.

No sé por qué no confieso jamás, ni aunque me amenacen con un camping-gas, mi verdadera edad. Todos estos algoritmos a los que me entrego con mi fecha de nacimiento han dado lugar a situaciones de lo más disparatadas. Por ejemplo:

–Mamá.

–¿Sí? –la voz de mi madre, al otro lado del hilo telefónico (iba a escribir “al otro lado del siglo”, pero en realidad sería echar piedras contra mi propia uralita: yo también pertenezco al pasado siglo), suena levemente cansada. Es para estarlo.

–¿Tengo 26 o 27 años? Es que estoy rellenando un impreso para pedir un…

–Hijo mío, tienes 29 –suspiro:– dos, nueve.

–¿De veras? Vaya…

Thursday, September 01, 2005

Puta

La primera vez que estuve en Nueva York tuve una revelación. Si tuviera veinte años, diría “una epifanía”. Desafortunadamente no tengo veinte años. Los aparento, pero no los tengo. En fin, el caso es que Nueva York fue “como un orgasmo”, escribí en un cuaderno de tapas negras que me regaló mi amigo JA. “La combinación de juventud y cursilería debería estar prohibida”, es lo que escribiría hoy. Considero que la ley es muy, pero que muy generosa con un montón de actitudes éticas y estéticas que, a mi juicio –y al de cualquier persona con un mínimo de criterio–, deberían de estar penadas con unas horitas en el útero de la Doncella de Hierro.

La ordinariez, por ejemplo. Y la obesidad. Y la modernez. Y si las tres cosas van de la mano, el útero de la Doncella de Hierro me parece poco. El patíbulo me parece una opción mucho más acertada. Es más, la única.

Recuerdo que cuando estuve en Nueva York, mi hermano –que también ha sido siempre carne de modernez– propuso ir a un concierto de Arto Lindsay en el Bowery. En los años 20, el Bowery era el barrio donde se reunía la hez de la sociedad, lo más tirado de lo más tirado: borrachos irrecuperables vestidos con harapos enganchados a la botella. En los 90, se había transformado en un barrio, mmmm, digamos pintoresco. Los antiguos edificios industriales, emplastados de hollín, se habían transformado en viviendas más o menos habitables –menos, en realidad– llenos de gente no menos pintoresca, o sea, la hez de la sociedad contemporánea: los artistas.

El caso es que allí nos dirigimos mi hermano, mi otro hermano, su mujer y yo. Habíamos quedado con un ser de apariencia vagamente humana –desgarbada es una palabra que queda muy bien en una novela de Agatha Christie, pero en el siglo XXI queda un pelín anacrónica; digamos que aquella chica tenía un montón de puntos en común con un galápago–, que a su vez era amiga de una de las componentes de Buffalo Daughter, uno de mis grupos favoritos por aquella época (ya he dicho que era insultantemente joven; en los 90 aún creía que la música pop y el cine estaban remotamente emparentadas con el arte, hoy ni siquiera me atrevería a calificarlas como artesanía). La mujer-tortuga nos condujo por un damero de callejuelas infectas y tenebrosas, tapizadas de borrachos, a la sala de conciertos (bonito eufemismo para describir un garaje pintado de purpurina, con cortinones de terciopelo rojo), donde nos esperaba Arto Lindsay, un dj y una mesa de mezclas.

Mi hermano A., su mujer y yo nos quedamos de una pieza. Esperábamos una velada super cool, un poco en la línea de Hipercivilizado, el disco de remezclas que había hecho un par de años antes, y nos encontramos con un anoréxico lánguido dando berridos mientras el dj machacaba discos a su espalda. Literalmente. Una estampa agresivamente moderna. Demasiado, para mi gusto.

Cuando la realidad me decepciona –o sea, en cuanto pongo un pie en la calle–, siempre recurro al mismo método: me emborracho hasta caer redondo, a la espera de que la amnesia lime asperezas (“la realidad debería estar prohibida” es algo más que una frase afortunada en una película desafortunada; “la realidad debería estar prohibida” es algo así como un mantra). Dicho y hecho: me tomé mi cerveza –sí, mucho Arto Lindsay, mucho Ryuichi Sakamoto y mucha modernidad, pero a la hora de la verdad resulta que actúas en un tugurio por ocho dólares con derecho a una consumición, Artie, querido– a la velocidad del rayo. Y quería una segunda. Y la quería ya.

–Pídeme una cerveza –le grité a mi hermano, intentando hacerme oír por encima de los alaridos de aquel mamarracho.

Yo estaba sentado en una silla de enea, encajonado entre un señor con calcetines de fantasía –de muuuuucha fantasía– y un tapón de alberca, gorda como un truño, con un look abominable, que se volvió hecha una hidra y, poniéndose el dedo índice sobre sus labios (inexistentes; era del género tajo en la cara), me mandó callar. Me puse frenético.

Me tomé la segunda cerveza y una tercera, y cuando pedía una cuarta (vía mi hermano, ya que no podía levantarme para escapar de aquella pesadilla), la enana ordinaria, moderna hasta decir basta, se puso a hacer “Chssssssssst” como una loca.

Si hay algo que me saque de mis casillas, además de las mechas, es la gente que hace “Chsssssssst”. Dime “Cállate”, o “Be quiet”, o “Tais-toi”, o dame un puñetazo en la boca y rómpeme los dientes; lo que quieras. Pero, por el amor de Dios, no me mandes callar de esa manera tan ordinaria. Es que, sencillamente, no puedo.

Y encima… Encima ese look, ese vestidito aberrante, ese corte de pelo, esa piel, esas lorzas… La realidad debería estar prohibida, sí. Y la mamarrachez.

En fin, el caso es que aquella tortura duró ¡dos horas! Dos horas sin poder beber (si pedía otra cerveza, me arriesgaba a que el tapón de alberca vestido por su peor enemigo me sacase los ojos con alguno de los aigrettes que algún peluquero adicto a los psicotrópicos había distribuido generosamente por su melena ratonera), dos horas aguantando la mirada inquisitiva de aquella perturbada y los calcetines de fantasía de un hombre que había superado, ampliamente, la edad en que la fantasía de cualquier género deja de ser una cualidad entrañable para convertirse en un embarazoso testimonio de vehemente infantilismo, dos horas aguantando los “chsssssst” de esa perra modernuqui cada vez que la mujer de mi hermano y yo intercambiábamos una mirada de espanto. Un horror.

Y, claro, al final ya no pude aguantar más y estallé. Me levanté, puse los brazos en jarras y, dándole la espalda a Arto Lindsay, acerqué mi cara a la de esa tía ordinaria con las intenciones más aviesas. Abrí la boca y, envuelta en una tufarada alcohólica –la cerveza es, con diferencia, la bebida más escandalosa de todas–, escupí una sola palabra:

–Puta.

Y se acabó el concierto.

Se encendieron las luces y el tapón de alberca y sus aigrettes desaparecieron, dejando un reguero de azufre a su paso. Libre al fin, me dirigí a la barra y pedí, con mi boquita, mi enésima cerveza.

–¿Cómo es? ¿Cómo es? –me preguntó mi hermano, con la misma expresión que Jennifer Jones en La canción de Bernardette.

–¿Quién?

–¡Björk!