La primera vez que estuve en Nueva York tuve una revelación. Si tuviera veinte años, diría “una epifanía”. Desafortunadamente no tengo veinte años. Los aparento, pero no los tengo. En fin, el caso es que Nueva York fue “como un orgasmo”, escribí en un cuaderno de tapas negras que me regaló mi amigo
JA. “La combinación de juventud y cursilería debería estar prohibida”, es lo que escribiría hoy. Considero que la ley es muy, pero que muy generosa con un montón de actitudes éticas y estéticas que, a mi juicio –y al de cualquier persona con un mínimo de criterio–, deberían de estar penadas con unas horitas en el útero de la Doncella de Hierro.
La ordinariez, por ejemplo. Y la obesidad. Y la modernez. Y si las tres cosas van de la mano, el útero de la Doncella de Hierro me parece poco. El patíbulo me parece una opción mucho más acertada. Es más, la única.
Recuerdo que cuando estuve en Nueva York, mi hermano –que también ha sido siempre carne de modernez– propuso ir a un concierto de
Arto Lindsay en el Bowery. En los años 20, el Bowery era el barrio donde se reunía la hez de la sociedad, lo más tirado de lo más tirado: borrachos irrecuperables vestidos con harapos enganchados a la botella. En los 90, se había transformado en un barrio, mmmm, digamos
pintoresco. Los antiguos edificios industriales, emplastados de hollín, se habían transformado en viviendas más o menos habitables –menos, en realidad– llenos de gente no menos pintoresca, o sea, la hez de la sociedad contemporánea: los artistas.
El caso es que allí nos dirigimos mi hermano, mi otro hermano, su mujer y yo. Habíamos quedado con un ser de apariencia vagamente humana –desgarbada es una palabra que queda muy bien en una novela de
Agatha Christie, pero en el siglo XXI queda un pelín anacrónica; digamos que aquella chica tenía un montón de puntos en común con un galápago–, que a su vez era amiga de una de las componentes de Buffalo Daughter, uno de mis grupos favoritos por aquella época (ya he dicho que era insultantemente joven; en los 90 aún creía que la música pop y el cine estaban remotamente emparentadas con el arte, hoy ni siquiera me atrevería a calificarlas como artesanía). La mujer-tortuga nos condujo por un damero de callejuelas infectas y tenebrosas, tapizadas de borrachos, a la sala de conciertos (bonito eufemismo para describir un garaje pintado de purpurina, con cortinones de terciopelo rojo), donde nos esperaba Arto Lindsay, un
dj y una mesa de mezclas.
Mi hermano A., su mujer y yo nos quedamos de una pieza. Esperábamos una velada super
cool, un poco en la línea de
Hipercivilizado, el disco de remezclas que había hecho un par de años antes, y nos encontramos con un anoréxico lánguido dando berridos mientras el
dj machacaba discos a su espalda. Literalmente. Una estampa agresivamente moderna. Demasiado, para mi gusto.
Cuando la realidad me decepciona –o sea, en cuanto pongo un pie en la calle–, siempre recurro al mismo método: me emborracho hasta caer redondo, a la espera de que la amnesia lime asperezas (“la realidad debería estar prohibida” es algo más que una frase afortunada en una película desafortunada; “la realidad debería estar prohibida” es algo así como un mantra). Dicho y hecho: me tomé mi cerveza –sí, mucho Arto Lindsay, mucho
Ryuichi Sakamoto y mucha modernidad, pero a la hora de la verdad resulta que actúas en un tugurio por ocho dólares con derecho a una consumición, Artie, querido– a la velocidad del rayo. Y quería una segunda. Y la quería ya.
–Pídeme una cerveza –le grité a mi hermano, intentando hacerme oír por encima de los alaridos de aquel mamarracho.
Yo estaba sentado en una silla de enea, encajonado entre un señor con calcetines de fantasía –de muuuuucha fantasía– y un tapón de alberca, gorda como un truño, con un
look abominable, que se volvió hecha una hidra y, poniéndose el dedo índice sobre sus labios (inexistentes; era del género tajo en la cara), me mandó callar. Me puse frenético.
Me tomé la segunda cerveza y una tercera, y cuando pedía una cuarta (vía mi hermano, ya que no podía levantarme para escapar de aquella pesadilla), la enana ordinaria, moderna hasta decir basta, se puso a hacer “Chssssssssst” como una loca.
Si hay algo que me saque de mis casillas, además de las mechas, es la gente que hace “Chsssssssst”. Dime “Cállate”, o “Be quiet”, o “Tais-toi”, o dame un puñetazo en la boca y rómpeme los dientes; lo que quieras. Pero, por el amor de Dios, no me mandes callar de esa manera tan ordinaria. Es que, sencillamente, no puedo.
Y encima… Encima ese
look, ese vestidito aberrante, ese corte de pelo, esa piel, esas lorzas… La realidad debería estar prohibida, sí. Y la mamarrachez.
En fin, el caso es que aquella tortura duró ¡dos horas! Dos horas sin poder beber (si pedía otra cerveza, me arriesgaba a que el tapón de alberca vestido por su peor enemigo me sacase los ojos con alguno de los
aigrettes que algún peluquero adicto a los psicotrópicos había distribuido generosamente por su melena ratonera), dos horas aguantando la mirada inquisitiva de aquella perturbada y los calcetines de fantasía de un hombre que había superado, ampliamente, la edad en que la fantasía de cualquier género deja de ser una cualidad entrañable para convertirse en un embarazoso testimonio de vehemente infantilismo, dos horas aguantando los “chsssssst” de esa perra modernuqui cada vez que la mujer de mi hermano y yo intercambiábamos una mirada de espanto. Un horror.
Y, claro, al final ya no pude aguantar más y estallé. Me levanté, puse los brazos en jarras y, dándole la espalda a Arto Lindsay, acerqué mi cara a la de esa tía ordinaria con las intenciones más aviesas. Abrí la boca y, envuelta en una tufarada alcohólica –la cerveza es, con diferencia, la bebida más escandalosa de todas–, escupí una sola palabra:
–Puta.
Y se acabó el concierto.
Se encendieron las luces y el tapón de alberca y sus
aigrettes desaparecieron, dejando un reguero de azufre a su paso. Libre al fin, me dirigí a la barra y pedí, con mi boquita, mi enésima cerveza.
–¿Cómo es? ¿Cómo es? –me preguntó mi hermano, con la misma expresión que
Jennifer Jones en
La canción de Bernardette.
–¿Quién?
–¡
Björk!