Monday, September 05, 2005

Dios

Contrariamente a mucha gente de mi entorno, yo sí creo en Dios. No soy agnóstico, ni mucho menos ateo. Yo no albergo la menor duda: Dios existe y es mi enemigo.

Para mí, la religión nunca supuso un trauma. De niño, todo el folclore –o la imaginería– generados por la Santa Madre Iglesia no me desagradaban en absoluto: las parábolas del Nuevo Testamento, las imágenes edulcoradas de la Virgen y el Sagrado Corazón, las voces melifluas de mis tutores, consagrados a la Virgen con una pasión insana… Todo me encantaba. Todo. La verdad es que la religión me proporcionaba una gusanera bastante confortable en la que rumiar una personalidad decididamente horrible: santurrón, relamido, con una histérica propensión a las lágrimas, redicho… En fin, un niño abofeteable. Un niño abofeteable y con pluma. Un niño al que hoy no me molestaría ni en escupir a la cara.

Afortunadamente, llegó la primera comunión. Por aquella época, ya había empezado a darme cuenta de que… En fin, digamos que mis relaciones con Dios habían empezado a dejar de ser idílicas. Aparecieron las primeras grietas en el velo del templo. Por ejemplo: dejé de besar el divino juanete de un Cristo torturado con macabro hiperrealismo, que colgaba en el lateral de la capilla del colegio, porque súbitamente empezó a repugnarme mezclar mi saliva con la del resto de mis compañeros (no contento con ser un niño impresentable y pusilánime, era también enfermizamente escrupuloso).

Después, empezaron los chantajes. Ya que Dios esperaba de mí nada menos que la santidad, podía darme algo a cambio. No pedía demasiado –nunca he pedido demasiado–, pero jamás, ni una sola vez, atendió una sola de mis plegarias. O sea, no contento con ser un monstruo de sadismo cósmico, era un cicatero universal. Como rata que soy –siempre he sido muy mirado con el dinero; me educaron en un régimen espartano muy, muy middle class–, siempre he aborrecido la tacañería (ajena): quien es miserable con el dinero es, por definición, miserable con todo lo demás. En fin, el caso es que Dios me decepcionó… una vez más.

Educarte en un colegio religioso te vacuna para toda la vida contra la religión. Especialmente, durante la adolescencia. Seguía creyendo en Dios y odiándole con toda mi alma. Pero aprendí a mentir. Es una de las cosas que más le agradezco a la Iglesia Católica, su excelente enseñanza en materias tan esenciales para la supervivencia como el odio, la hipocresía o el rencor. Si sobrevives a una infancia y una adolescencia en un colegio católico, puedes sobrevivir prácticamente a cualquier cosa. Los protestantes creen que la confesión es un chollo, que basta con reclinarte y farfullar un par de frases hechas para que el cura, automáticamente, te dé el perdón sin pedir nada a cambio; algo así como una reconciliación automática con Dios. Mentira. No te reconcilias con Dios. Dios no se reconcilia con nadie. Dios tiene la memoria –y los tobillos– de un elefante.

En fin, el caso es que dos o tres meses después de la Primera Comunión –otro día hablaré del modeli que me compró mi querísima mamá; sólo diré que parecía Camilín– decidí que la misa y la hostia no eran lo mío. El cuerpo de Cristo no me llamaba tanto la atención como otros cuerpos, aunque aún no me atreviese a expresarlo en voz alta. Entre una vida de contemplación y santidad y una vida de corrupción y de pecado, yo, definitivamente, me quedaba con el pecado. Al fin y al cabo, tal y como escribí en aquella época, “entre el Cielo o el Infierno, yo prefiero el Infierno. No hay color”.

Estaba equivocado, claro. Con los años te das cuenta de que, en realidad, el Diablo es otro botarate. Y el infierno (en minúscula), una filfa.

2 Comments:

Blogger Manuel said...

Creo que no se puede estar más decepcionado... ni más cuerdo.

8:28 AM  
Blogger Diego said...

Yo, por otra parte, creo que si. Que se puede estar más decepcionado y más cuerdo.

11:53 PM  

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