Monday, September 12, 2005

Cine

Mi primer amor fue Katharine Hepburn. Hablaba como ella, enarcaba la ceja derecha como ella –lo sigo haciendo–, incluso levantaba el mentón en mis nada infrecuentes momentos de reina del melodrama como ella (en Locuras de verano, por ejemplo, se pasa más de la mitad de la película con el cuello dislocado; en la última escena, cuando se despide de Rosanno Brazzi, realmente parece un flamenco). Pero no era como ella. Era un mamarracho.

Mis compañeros de colegio, siempre tan encantadores –y tan perspicaces–, se dieron cuenta rápidamente de que, en realidad, aquello no era amor. Era narcisismo.

En la actualidad, la palabra maricón me parece fascinantemente camp; con mucho, la prefiero a gay, término morigerado (y eufemístico) donde los haya. Con cinco años, la palabra maricón no me parecía fascinantemente camp –ni siquiera yo era tan mariquita como para escribir “fascinantemente camp” a tan tierna edad, a pesar de que tres años después escribí un ensayo bastante delirante sobre El fantasma de Canterville, que rápidamente llamó la atención de mi tutor–; con cinco años, por muy duro que seas –y yo nunca lo he sido (de la escuela Katharine Hepburn no pasé a la Robert Mitchum, sino a la academia Bette Davis)–, la palabra maricón era como una hostia en plena cara. Gracias a Dios, las hostias te curten. Hoy, tengo la cara más dura que un cinturón de cuero. Es más, si me dan a elegir prefiero, pero, vamos, como de aquí a Lima, que me den una hostia a que me comparen con la divina Kate. Qué fatiga.

1 Comments:

Blogger Manuel said...

En la escuela de la mariconería, la materia de hotias (en mi tierra se dicen chingazos) es obligatoria y seriada.
Claro, si eres gay sólo llegas al repujado, macramé y alaciado.

3:21 PM  

Post a Comment

<< Home