Tuesday, September 06, 2005

Negros

No vi a un negro hasta que no tuve siete años. Crecí en una ciudad en la que llovía ceniza ( no, no crecí en Dachau… aunque tenía muchos puntos en común con aquel campo de recreo), donde no existía la inmigración. Teníamos dos inglesas o tres, capitaneadas por Bettina, una borracha que regentaba la única academia donde te daban clase nativas; un chino, dueño de un gimnasio no de un restaurante (no lo hubo hasta que tuve doce o trece años); un par de personajes de lo más excéntrico de piel aceitunada y nacionalidad incierta; pero negros no. No había negros en la ciudad cenicienta.

Un verano, mis padres alquilaron un apartamento en la playa. Cuando llegamos, estaba hecho una pena. Había mierda para parar siete trenes. Mi madre se puso frenética (cuando era pequeño, el frenesí era el estado natural de mi madre).

–¡Qué horror! Mira esto –decía agitando una bayeta negra como el carbón (cinco minutos antes, era de color blanco)–. Ya me lo habían avisado…

–¿El qué? –preguntó mi padre, con el periódico bajo el brazo.

–La dueña me dijo que le había alquilado el piso a una familia de negros –y salió al balcón a azotar los cojines con un ímpetu que, retrospectivamente, me atrevería a calificar como vagamente sexual–. Son todos unos guarros. Unos cerdos, sí, señor, eso es lo que son…

En pleno paroxismo xenófobo, un niño guapísimo –guapísimo y negro– se asomó al balcón de al lado y me sonrió. Inmediatamente salí al rellano, él también y nos hicimos amigos íntimos sin mediar palabra.

No recuerdo cómo se llamaba ni me importa. Lo único que recuerdo es que pasamos quince días de lo más simpáticos en la piscina, con su hermana pequeña y su madre, una mujer delgada como un huso y también muy guapa.

Al final del verano, yo estaba tan moreno que parecía también un poco mulato. Nunca más le he vuelto a ver.

Después me he acostado con negros. Pero, francamente, no es lo mismo.

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