Tuesday, December 27, 2005

Lisboa

El jueves regreso a Lisboa, una de mis ciudades favoritas por razones obvias… y también por otras razones (todas ellas, las obvias y las privadas, se las debo a mi ex marido, a quien aprovecho para besar en público: ¡muaaac!).

La primera vez que estuve en Lisboa era un niño. Fui con mis padres a un hotel bastante decadente, con un desayuno inglés de lo más escueto: un panecillo, un bol con bolitas de mantequilla, un café o un té y pare usted de contar. La verdad es que no me enteré de mucho. Me pareció una ciudad encantadora, bellísima y con una pátina decadente que la transformaba en algo así como una gran dama a la que la edad y una vida bastante arrastrada le hubiesen pasado por encima como una apisonadora. Pero, vamos, yo en aquella época no era precisamente el colmo de la agudeza. No era exactamente impermeable a la belleza, pero estaba atravesando una época ligeramente conflictiva: un niño que lleva pantalones amarillos —creedme— no es un niño feliz.

La segunda vez fui cuando ya no era precisamente un niño. Más bien todo lo contrario: era ya una niña hecha y derecha (básicamente, de día; a partir de las diez de la noche empezaba —y empiezo— a escorarme ligeramente a la izquierda). Yo viajé en calidad de invitado de un grupo de lo más heterogéneo: un viaje de estudios bastante delirante en el que resultó que todos y cada uno de los chicos con los que crucé palabra resultaron ser grandes damas. ¿Qué esperaba? La vida me ha enseñado que si escarbas detrás de un filólogo encontrarás una filóloga.

En fin, el caso es que en aquella ocasión me lo pasé divinamente. Fue una semana encantadora, llena de anécdotas, que dio lugar a una crónica que releí el pasado fin de semana en la Ciudad Funeraria (y Necrosada). La verdad es que, aunque parezca mentira, todo lo que contaba allí era rigurosamente cierto, incluida la (simpática) anécdota en la que el chófer del autobús —en realidad, no era un autobús, sino una cafetera Melitta— pretendía regresar con un cordón de zapato como sistema de frenos ad hoc. Demencial.

La tercera vez fue hace exactamente un año. Con mi ex marido, uno de los pocos caballeros que conozco (el resto del género humano se divide en dos categorías, como ya observó muy certeramente en su día Holly Golightly: ratas y superratas; yo pertenezco a la categoría de las ratas que aspiran a ser superratas… y se quedan en ratoncillos), que se comportó de manera maravillosa —como siempre—: fue un cicerone encantador y un excelente compañero de chambre. Fue un viaje delicioso: me limité a leer, a dormitar, a pasear, a ver museos —desde entonces, el Gulbenkian es uno de mis museos favoritos—, a comer en sitios deliciosos de un tipismo auténtico (mi ex marido es uno de esos hombres capaces de sacar leche de una alcuza)… En fin, que cuando regresé estaba encantado y, sobre todo, con mucha mejor piel de la que tenía cuando me fui.

Y dentro de un día, emprendo otra vez el viaje en compañía de mi ex marido —y de mi amigo A.—, y no veo la hora. No la veo en sentido literal: en cuanto llegue, me voy corriendo a la óptica. Creo que me han aumentado las dioptrías. Hay que joderse…

Thursday, December 15, 2005

Amigo

La primera vez que mi amigo y chambelán JA y yo nos miramos, nos detestamos mutuamente. “Me pareciste detestable: el típico andaluz gracioso que se empeña en hacer reír a toda costa”. Me dijo una noche, ante una copa (JA y yo hemos compartido, desde entonces, más de una noche de copas; casi todas memorables). Él me pareció como de otro planeta. Hasta que un día, como él dice, “surgió la chispa” y nos pusimos a hablar y fue como… como encontrarte con un doppelgänger, la mitad del uroboro que un día se desprendió en la inmensidad del universo y, de pronto, helo aquí (por cierto, eso me volvió a pasar unos años más tarde, cuando conocí a mi amigo R y él empezaba una frase –de Bette Davis, Mae West o alguna de las otras diosas de nuestro iconostasio común– que acababa yo).

En fin, el caso es que el día en que JA y yo nos pusimos a hablar y a hablar y a hablar… fue como un milagro. Al cabo de cinco minutos, habíamos parido –no hay otra palabra para describirlo: fue un parto espontáneo– la historia de una peluquera que se dedicaba a achicharrarle el pelo a sus clientas los días en que estaba muy estresada. Al final, la historia se transformó en un guión delirante llamado Días de macramé –el título fue cortesía de mi hermano–, que se nos fue de las manos. Los personajes secundarios se comieron vivos a las dos protagonistas, dos mujeres más solas que la una que, como todos, buscaban el amor en el abrevadero equivocado: el mismo hombre, que, muy en la línea de Holly Golihtly, resultaba no ser una rata, ni siquiera una superrata, sino un ratoncillo asustado. Ninguno tenía desperdicio: la vecina que se dedicaba a hacer predicciones bíblicas y estudiaba esperanto (a la que su hija intenta matar al final con un San Sebastián de escayola), la portera que escribía novelones góticos en un ordenador emparedada en un chiscón, el capitoste del Opus Day que por la noche hacía la carrera en el Parque del Oeste vestido con una minifalda de lo más sucinta, su madre (personaje de una abyección encantadora), la vecina/reponedora en el Día/tijereta closeteadita-Martínez Bordiú…

Desde entonces, hace la friolera ya de casi 15 años, JA y yo hemos desarrollado grandes teorías sobre la sociedad contemporánea. Por ejemplo, nuestra última tesis. Existe, sobre todo en las ciudades de provincias, una conspiración de la bota blanca. Me explico: la mujer que lleva botas blancas no se las ha comprado en ninguna zapatería. JA y yo nos resistimos con uñas y dientes a creer que semejante aberración estética se venda libremente en zapaterías sin estar sometida a un estricto control legal (con penas que van desde los cinco años de cárcel a la cadena perpetua, o la muerte si la portadora de la bota blanca luce unas mechas sencillamente abominables). No, no, no. Con la bota blanca se nace, o sea, la portadora de la bota blanca se cría en una vaina especial –y espacial–, como en La invasión de los ultracuerpos, y tiene un único objetivo en la vida: ser lo más ordinaria posible y concursar en Gran Hermano.

Sobre gustos no hay nada escrito, suele replicar la gente que tiene un gusto sencillamente execrable. Mentira. Sobre gustos, especialmente sobre buen gusto, hay una amplia bibliografía, que abarca desde la Biblia al ciclo completo de Una danza para la música del tiempo, de Anthony Powell. Otra cosa muy distinta es que tú, querida mujer (y marica) que llevas impunemente una bota blanca, seas analfabeta perdida. Que lo eres.

Todo lo contrario de mi amigo JA. Por eso él es uno de mis mejores amigos y tú, odiada mujer (y marica) portadora de bota blanca (y mechas y kilos y kilos de charcutería fina), mi archienemiga.

En fin, a lo que iba: JA, un beso. Como siempre.

Monday, December 12, 2005

Sadomasoquismo

Hace justo un año descubrí el sexo con violencia, el sexo hard-core, el sexo que te deja hecho un ecce homo. Literalmente. Vamos, que hace un año me dieron mi primera paliza. Y me gustó. Descubrí que el sexo con amor está muy bien, que la ternura es muy hermosa y que no hay nada como las caricias para abrir boca. Pero a mí, francamente, desde hace un año lo que me apetece no es que me abran la boca. Lo que me apetece es que me la partan. En los últimos meses me he entregado a la violencia sin límites. Bueno, sí, con algún límite; no me gustaría despertarme en Urgencias, con un globo ocular menos. Me encantan mis globos oculares –me han dado muchas alegrías, y también materia prima para escribir un par de volúmenes del género grotesco que ríete tú de Saki– y, por razones obvias, me gustaría conservarlos. Pero, vamos, que no le hago ascos a un par de hostias, un tirón de pelo, hasta un pequeño hematoma…o muchos. Vamos, que entre el amor o el dolor, últimamente como que me quedo con el dolor. Anoche, sin ir más lejos. Qué palizón. Qué gusto. Y lo mejor de todo: esta noche, con un poco de suerte, otra. "Te van a matar un día de estos", me ha dicho hoy mi amigo A. cuando le he enseñado los cardenales, como medallas votivas. Sí, hijo, pero de gusto.