Tuesday, August 20, 2013

Orígenes


Las ciudades que se extienden o que, literalmente, se desparraman o, si nos ponemos poéticos —en plan capellán castrense en plena posguerra—, dormitan a los pies de un castillo son un lugar común en la literatura española; no diré que el peor cliché —el peor cliché es la autocompasión—, pero casi. Y sin embargo, no me queda más remedio que empezar por ahí: por la ciudad que se extiende (o se desparrama o dormita) a los pies de un castillo medieval reconstruido en los años 70 con vocación de Parador. Debajo del cerro, está la ciudad dormida, en estado comatoso; un racimo de casas, algunos bloques y una catedral bastante airosa, todo sea dicho, en medio de un panorama bastante árido de lomas y olivares. La ciudad, la provincia entera, huele a alpechín, aunque si has nacido allí —como es mi caso— no te das cuenta hasta que regresas.
Hay algo terrible en esas ciudades de provincias que duermen. Algo tiránico. Imponen un ritmo tan pausado que obligan a sus habitantes a ceder al sueño y, sin darse cuenta —o, lo que es peor, dándose cuenta—, acaban por convertirse en orgullosos zombies provincianos, personajes en dos dimensiones que se expresan como secundarios en una farsa. Una cosa atroz y, desde luego, nada literaria.
Aunque sé que no hay nada más atroz, ni más español, que la actitud cainita, esa cosa de “me duele España”, tan Unamuno y, al mismo tiempo, tan El País —que es el ABC del siglo XXI—, tengo que admitir que mi relación con mi ciudad de origen es un poco así: la Ciudad Funeraria me duele en el alma y, al mismo tiempo, si algo soy, es un producto prototípico de este escenario (prototípico, entiéndase, hasta la parodia): el terruño, esos terrones arcillosos como la tierra roja de Tara, me marcó. Soy una mezcla de pastira y flapper, a medio camino entre el triple moño y el bob.
A todo esto, dejé a la ciudad dormida. Bueno, no vamos a despertarla —no podría hacerlo ni con un megáfono—, vamos a limitarnos a volver junto al féretro y contemplar de cerca su perfil ceniciento. Como Juana la Loca, interpretada por Conchita Bautista, no por la sinsorga de Pilar López de Ayala (pobrecita, bastante tiene con lo que tiene esta chica…), podría decir eso “no está muerta, está dormida”, aunque la verdad es que, cuando vives allí, día tras día, año tras año, la sensación que termina por apoderarse de ti es justamente la opuesta: “Mírala, parece que está dormida, ¿verdad? Pues no, para nada: está muerta, más tiesa que la mojama”.
Pobrecita Ciudad Funeraria, qué ingratos somos los lugareños, qué poco la queremos… y qué poco nos quiere ella a nosotros. Parece la historia de un matrimonio, pero no contada por Harold Nicolson, sino por la pinche de cocina. En cierto modo, esa es la historia de mi vida: siempre quise ser —y, sobre todo, escribir— como Vita Sackville-West, pero cuando tu prosa y tu visión son como las de Ruby hay poco que hacer, mas que una mansa resignación cristiana. El cristianismo enseña, entre otras muchas cosas, esa: la de inclinarse para besar, con sumisión devota, el Santo Rostro de la cruel verdad: tu propia medianía. Las limitaciones imponen su propio escenario, como la Ciudad Funeraria. 

0 Comments:

Post a Comment

<< Home