Thursday, September 15, 2005

Electra

…Pero también estaba enamorado de mi padre. Siempre he odiado el fútbol. Lo aborrezco. Desde que era niño los deportes me han provocado erisipela. Me parecen embrutecedores, antiestéticos y, lo peor de todo, solemnemente aburridos. Después he descubierto que mis intuiciones infantiles eran de lo más certeras. Los deportes en general, y el fútbol en particular, sacan lo peor de la gente. Como los coches.

En fin, el caso es que, a pesar de mi aversión al fútbol, me encantaba sentarme sobre la barriga mi padre y quedarme traspuesto mientras él veía el fútbol y yo escuchaba los latidos de su corazón (años después, repetí estampa con mi ex marido –lo siento por Freud, pero no necesito una sesión de psicoanálisis para que un botarate vestido de tweed me diga que lo que busco en mis relaciones con los hombres es un padre; eso ya lo digo yo: lo que busco en mis relaciones con los hombres es un padre, un padre con un patrimonio–, con la pequeña excepción de que él no veía un partido de fútbol, sino que leía un libro). La voz del locutor en una era previa a José María García, el rimo acompasado de la respiración de mi padre, el olor a colonia de caballero y a tabaco, las imágenes distorsionadas de aquellos hombres jibarizados en microshort… La mezcla resultaba narcótica. Yo me quedaba como un tronco sobre las tetas de mi padre –ojo: mi padre no era travesti, sino deportista, que conste– y me despertaba a la mañana siguiente, en mi camita.

Nunca me interesaron ni las reglas, ni la mecánica, ni las técnicas, por muy algebraicas que fuesen, ni nada de nada relacionado con el fútbol. Me interesaba mi padre. Y su barriga. Después, naturalmente –otra vez, Freud, te tomo prestadas tus palabras sin el menor pudor (no hay nada como quitarle la palabra de la boca al maestro de turno)–, tuve que matar al padre. Pero ésa es otra historia.

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