Tuesday, March 07, 2006

Velatorios

Ahora que una cohorte de periodistas necrófagos tienden el cuello hacia las quijadas –y también las ijadas– de Rocío Jurado con la misma actitud, levemente distante, incluso un poco aristocrática, de una pandilla de buitres en torno a una hiena famélica, me acuerdo de la primera vez que tuve que cubrir una muerte. Fue la de Lola Flores.

La familia, a instancias de la muerta, exhibió su cadáver como unas santas reliquias mientras el pueblo de Madrid –esa entelequia zarrapastrosa compuesta por gentes que lo mismo hacen cola ante el féretro de Franco que siguen en peregrinación en el ataúd de Tierno Galván– se arracimaba, en sentido nada literal, en torno a la minúscula entrada del Centro Cultural de la Villa.

–¿De verdad tengo que ir?

La expresión de mi jefa por aquella época, una periodista esclava de la mecha desde hace 20 años, fue de lo más inflexible. Sí, tenía que ir.

Cogí un taxi que me tuvo que dejar en las inmediaciones, ya que era prácticamente imposible acceder a aquel cafarnaum grotesco compuesto, básicamente, por la hez de la sociedad. La expresión “una barrera infranqueable” nunca ha sido tan elocuente. Después de pelearme con una representante de la España profunda –siempre y cuando consideremos que las cloacas son un ejemplo de costumbrismo cañí– y zafarme de unas garras que parecían escapadas de un remake manchego de Las manos de Orlac, conseguí entrar a las catacumbas. El Centro Cultural de la Villa estaba lleno hasta reventar de celebrities: Cari Lapique, muerta de la risa mientras hablaba por su Motorola hasta que se transformaba en una virgen doliente en cuanto vislumbraba el piloto de una cámara en lontananza; Bibí Andersen, que acudió en calidad de acompañante de su inseparable director-llavero, que se encerró en un cuarto de baño con un amigo suyo que, al parecer, se dedicaba al tráfico de maquillaje; I. P., la innombrable, que no tuvo el menor reparo en meterse el dedo índice en el globo ocular izquierdo para provocarse las lágrimas; las hijas de la finada… Un auténtico retablo de los horrores.

Pero lo peor, con diferencia, eran –éramos– los periodistas. Todos, inclinados sobre el féretro, comentado con actitud Chenoa (“Cuando tú vas / yo vengo de allí…”) el color de las fosas nasales de aquel cadáver, el precio del ataúd, las varices de algún antiguo pilar del régimen… Dábamos escalofríos. Y todos, hablando con un tono untuoso, como melaza untada sobre una tostada francesa, mientras nos dirigíamos unos a otros preguntas retóricas del tipo: “¿Fuiste a la presentación de… o al estreno de…? ¡Qué horror! Seguro que he estado en velatorios más aburriiiiidos, pero ahora no recuerdo cuándo. ¿Te importa apartarte un poquito, bonita? Huy, mira quién ha llegado. Chicas, llegó Fedora”.

Pues bien, ése es exactamente el tono que reconozco cada día en los periodistas que cubren la agonía de La más grande. Las mismas frases hechas, los mismos guiños a la cámara, el mismo tono superficialmente amargo a lo Luna nueva, pero con más caspa… ¡Qué horror!

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